Susan Sarandon borda su propio sudario en «La decisión»

Inaugura el festival esta película de Roger Mitchell sobre la jubilosa eutanasia y la enredada familia

Susan Sarandon
Oti Rodríguez Marchante

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Antes de comerse la ensalada de la programación oficial había que partir la cebolla , y en eso consistía el cometido de la película inaugural, llorarla un poco. «Blackbird», o «La decisión» como se titula aquí, es un esponjoso drama dirigido por Roger Mitchell, aquel que hizo «Le Week-end» con dos grandes actores, Jim Broadbent y Lindsay Duncan, y un cubo lleno de sarcasmo. «La decisión» fue, antes de ser película americana con grandes estrellas, una humilde película danesa , dirigida por Bille August, y titulada «Corazón silencioso». La trama es calcada (el mismo guionista, Christian Torpe, en ambas obras), pero con el aliciente de ver en esos melodramáticos personajes a actrices como Susan Sarandon, Kate Winslet o Mia Wasikowska, que tienen ahí terreno de sobra para que las emociones se muevan con la constancia de las escaleras mecánicas de El Corte Inglés.

La historia no es de las que te alegran el día: una mujer que se sabe en una fase muy avanzada del ELA decide que ya es tiempo de morir, y reúne a su familia, esencialmente sus dos hijas, para pasar juntos el fin de semana. Y ahí tenemos a las tres, a una esforzadísima Susan Sarandon, con los síntomas de esa enfermedad que la carcome, a una irreconocible Kate Winslet, escondida tras su personaje de hija sensata e insufrible, y a Mia Wasikowska, con más trauma dentro que una película de Haneke. El gran actor Sam Neill, aquí el voluntarioso marido y padre, asiste perplejo a la función de ver el duelo entre esas actrices por sufrir más y merendarse la escena.

Como suele ocurrir en estas reuniones familiares, dramáticas y de película, los secretos, las discrepancias y los momentos de la verdad son la pimienta de la historia, y Roger Mitchell la carga de todo eso y de unos diálogos ocurrentes, bien trajeados de humor y amarguras, y con varias cargas de profundidad sobre los asuntos de toda la vida, en fin, el tú, el yo, el nosotros… Aunque, en lo que gastan más munición el director y su película es en una trabajada defensa de la eutanasia como solución a la escasez de vida que le queda al personaje central, y en hacer que brillen los argumentos de la enferma ante la leve resistencia de su entorno, fundamentalmente sus hijas.

La historia es tristísima pero también luminosa y esperanzadora, lo cual es un mérito , y no se sale del carril de lo habitual en su tratamiento de que lo mejor, dadas las circunstancias, es darse matarile…, y la lucidez, el sentido del humor e, incluso, el vitalismo que le imprime Susan Sarandon a su terminal personaje le quita hierro (o quizá óxido al hierro) al conflicto y nos lo hacer ver, en efecto, como la buena y hermosa muerte. La puesta en escena, la clara y elegante ambientación de interiores, las situaciones que le sacan alegría a la tristeza y, en fin, la disposición de los «peones» (el yerno, el nieto, la amiga de la hija…) para defender a la reina contribuyen también a que todo marche por el carril adecuado. Sin embargo, que gran momento cuando la película hace un levísimo guiño de irse hacia otro lado (¿y si la decisión de la madre se hubiera manipulado por alguien muy, muy cercano y con intenciones espurias?)… Bueno, no hubiera sido esta película, sino otra mucho más subversiva, indisciplinada y mejor.

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