La maldición de Montgomery Clift, el actor que casi sobrevive a Hollywood

Alberto Conejero publica '¿Cómo puedo no ser Montgomery Clift?', un libro que reflexiona sobre el galán del cine clásico

Montgomery Clift en 'De aquí a la eternidad'
Lucía M. Cabanelas

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El manual de la estrella de Hollywood dictaba que tenía que morir joven, guapo y sin hacerse muchas preguntas para ser una leyenda, como Marilyn Monroe o James Dean, pero Montgomery Clift se empeñó en sobrevivir a un terrible accidente para resurgir en forma de acertijo, envuelto en un misterio, dentro de un enigma. En 1956, en un descanso del rodaje de ‘El árbol de la vida’, empotró su coche contra un poste telefónico, ebrio después de una noche de fiesta en casa de su amiga Elizabeth Taylor. Fue ella quien lo encontró, con el labio partido, la nariz rota y aplastada, la mandíbula desencajada y la mejilla izquierda desgarrada. También quien le sacó los dientes que tenía clavados en la garganta y le impedían respirar. Le salvó la vida pero nunca pudo rescatarlo de sí mismo, víctima de una espiral de autodestrucción que se considera el suicidio más largo de Hollywood , otro de los clichés con los que se romantiza a esa generación maldita.

«He querido regresar a este texto para darle otro final. Somos herederos de esa idea del artista maldito, de una visión del creador como alguien atormentado y solitario; yo creo que un creador es alguien celebrativo, alguien que vive en el asombro, alguien que tiene empatía con la bondad, con la humanidad», asegura el poeta teatral Alberto Conejero, que reescribe uno de sus primeros textos para darle un nuevo desenlace, más optimista, en ‘¿Cómo puedo no ser Montgomery Clift?’ (Dos Bigotes) , una oda al artista caído, al talento a la sombra de los fantasmas y al actor, que se revolvió contra los tópicos. «Más allá del amor del celuloide, de la púrpura de la fama, es la historia de un ser humano tratando de salir adelante, de sobrevivir, de salvar su vocación», explica el dramaturgo en una entrevista con ABC.

El cine fue la perdición y la redención de Clift. El actor, que debutó como hijo de John Wayne en ‘Río Rojo’ (1946), consiguió en poco más de una década cuatro nominaciones al Oscar, un premio que se le resistió siempre. Por lo demás lo tenía todo, pero solo en apariencia. El accidente cambió su cara, irreconocible tras las cirugías que intentaron reconstruir su atractivo, pero también su carrera, permitiéndole aspirar a un cine vedado para los guapos. «Esa contradicción lo acompañó hasta el final de sus días: vivía con el fantasma de aquel joven hermoso que terminó para siempre en el accidente de tráfico pero, por otro lado, se liberó de esa máscara y accedió a papeles a los que quizá nunca hubiera llegado si hubiera seguido en el cliché o preso de esa hermosura», asegura el dramaturgo.

La tiranía de la belleza

Una belleza de la que intentó huir aferrándose al método Stanislavski, por el que memorizó una misa en latín para su papel de cura torturado en ‘Yo confieso’ y ensayó durante 24 horas seguidas su famoso monólogo en ‘De aquí a la eternidad’, que le brindó otra nominación pero no la estatuilla. En forma de monólogo teatral, Conejero pone al actor frente a su propio espejo para reflexionar sobre sus traumas, su sexualidad, pero también sobre la fábrica de juguetes rotos que fue el Hollywood dorado, donde solo llegabas al Olimpo si vivías rápido y no pensabas mucho y, sobre todo, si seguías las reglas de un juego al que el intérprete, «indócil», nunca se prestó. «Es muy difícil escapar de lo que los demás creen que debemos ser. A veces la mirada se convierte en una jaula estrecha y es muy difícil romper o ensanchar esas paredes de la mirada ajena. Le pasó a Montgomery Clift pero también Marilyn Monroe, que en toda su corta vida trató de demostrar que más allá de esa presencia y de ese aura, porque era gente absolutamente magnética, había seres humanos con inquietudes intelectuales», observa el autor.

Tanto Marilyn como Montgomery fueron las caretas que se pusieron Norma Jean y Edward para alcanzar el éxito, la admiración, aunque el precio que pagaron fue demasiado alto. «Hay una frase de ‘La gaviota’ de Chéjov que está ensayando Clift en el libro todo el tiempo que dice: “Cuando pienso en mi vocación, no temo a la vida”. Él intentó toda su vida no pagar ese precio que le exigían. Ahí hay una reflexión de que por la fama todo no, porque uno puede arder hasta consumirse. No creo que tenga sentido», sugiere Conejero.

La máscara de Marilyn Monroe

Por la «soledad poblada» de Montgomery Clift desfilan otras voces, como la de su amiga Elizabeth Taylor, con la que formó una «alianza de frágiles», o Marlon Brando, nacido también en Omaha con sus propios traumas pero que sí alcanzó el éxito que esquivó al actor de ‘¿Vencedores o vencidos?’, película en la que tuvo que improvisar ante la dificultad para recordar el guion por su abuso del alcohol. «Clift se equivocó al pensar que no le iban a contratar pasado los años, perdida la belleza, por esa idea de que Hollywood usaba y tiraba a esas jóvenes bellezas. Marlon Brando es el ejemplo contrario. En el libro Clift le dice: “¿Te crees que te van a contratar cuando seas gordo, cuando seas calvo? Te echarán en cara que ya no eres el animal hermoso de ‘Un tranvía llamado deseo’”. Todas esas preguntas demuestran su equivocación, porque Brando accedió a papeles espléndidos ya en su madurez y con el cuerpo castigado. Tuvieron una rivalidad de esas que a veces son necesarias artísticamente para crecer y crecerse. Era una de esas raras amistades en las que la admiración y la envidia van de la mano», afirma el dramaturgo, que contrapone a los dos actores precisamente porque Brando conquistó la libertad, mientras que Clift, «que intentaba liberarse de ese yugo, no pudo».

A pesar de sus muertes, muchas trágicas y otras en vida, el tiempo hace sobrevivir a actores porque tienen un talento que no se agota. A veces de forma injusta, quedan enterrados en el olvido. Otras resisten. A veces solo es cuestión de distancia, de perspectiva. «Es un una criba hermosa y terrible la del tiempo porque van desapareciendo los nombres. Cuántas estrellas lo fueron y ahora los hemos olvidado. Algunos perviven y nos siguen acompañando porque su brillo era casi infinito. El tiempo nos permite cribar, distinguir. Son artes que tienen algo de efímero y hay un acuerdo invisible generación tras generación para ir salvando algo de todo ese legado», plantea Alberto Conejero. Y así, aun lejos del Oeste de John Ford, «cuando la leyenda se convierte en hecho, se escribe sobre la leyenda».

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