Crítica de «Los muertos no mueren»: La trivialidad del «zombi», según Jarmusch

Los diálogos circunstanciales, mortecinos, las actitudes contemplativas, al borde de lo soso, las segundas intenciones y los continuos guiños a sus propios actores y al cine de subgénero son el material de construcción de esta historia

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Oti Rodríguez Marchante

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Jim Jarmusch es un género en sí mismo, y suele hacer dos tipos de películas con mayor o menor acierto: las triviales con mucha ambición de trascendencia y las trascendentes con grandes cantidades de trivialidad. Y en ambas, su estilo devora al género: da un poco lo mismo que haga un wéstern de bostezo, una de vampiros de pasarela o un elogio a la poesía de lo cotidiano, como en «Paterson», su anterior y magnífica obra. En «Los muertos no mueren», película obviamente de «zombis» , no alberga ni la más mínima aspiración de contribuir con su talento al hallazgo de algo sustancioso para ese subgénero de tanto calado en el mundo actual, sino sólo a divertirse y divertirnos con sus habituales tonos de humor seco y con la celebración y juerga de algunos de sus actores habituales, Bill Murray, Tilda Swinton, Steve Buscemi, Adam Driver, Tom Waits o el propio Iggy Pop, quien probablemente se pudo saltar las sesiones de maquillaje para hacer su papel de “zombi”.

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The Dead Don't Die

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Todo está dispuesto para la broma sin más: un pueblo perdido, unos personajes con gracia «filosófica» (el sheriff, sus ayudantes, los vecinos estrafalarios…) y un argumento levísimo que se resume en un «… y los muertos salen de sus tumbas…». Los diálogos circunstanciales, mortecinos, las actitudes contemplativas, al borde de lo soso, las segundas intenciones y los continuos guiños a sus propios actores y al cine de subgénero son el material de construcción de esta historia, a la cual, si se quiere exprimir, puede otorgársele intención política, sentido ideológico y una manita de trascendencia: pero, no, es intrascendente, como tantas otras de Jarmusch, aunque con la notable diferencia de que en esta ocasión no disimula su descreimiento, su frivolidad y sus ganas de cerrarle el paso a toda esa crítica funámbula que lleva décadas situándolo en un lugar más allá de una sagacidad y de una sutileza que probablemente él desprecia. Es, sin más, una gran y muy divertida chorrada. Y que la adorna con los actores a los que queremos ver así, haciendo el chorra, y con unos pasajes dignos de las risotadas que provoca, como Swinton y su katana, o como esas conversaciones entre Murray y Driver sobre la música o detalles del guion (lo de «esto solo puede acabar mal» es realmente brillante). Probablemente sea la película de Jarmusch que más guste al personal ajeno a su «trascendencia cinematográfica» y menos a sus críticos de campanario.

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