Crítica de 'El espía honesto': Dibujo en frío de los tentáculos de la Stasi

El personaje central es un joven profesor, un científico, que se dispone junto a su pareja a emprender un rutinario camino profesional y que, un invisible cebo y una mediana ambición, lo llevan hasta un puesto en los servicios secretos de la RDA

Paula Kalenberg y Lars Eidinger, en 'El espía honesto' Franziska Stünkel
Oti Rodríguez Marchante

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La primera película de Franziska Stünkel ocurre en aquel no tan lejano Berlín del Este y narra una historia tan gélida y tan precisa que uno localiza su baja temperatura como en esa imagen de la gota inmóvil en la punta de la nariz. El calculado y elocuente argumento es casi un tutorial sobre cómo un pececillo entra alegremente en la red de la que no es posible salir. El personaje central es un joven profesor, un científico, que se dispone junto a su pareja a emprender un rutinario camino profesional y que, un invisible cebo y una mediana ambición, lo llevan hasta un puesto en los servicios secretos de la RDA.

No era preciso aclararlo, pero está basado en hechos reales, y la realidad de aquel tiempo y aquella sociedad está descrita con mucha variedad de texturas, detalles y aromas, un poco al estilo de aquella obra maestra de Florian Henckel titulada 'La vida de los otros'. La narración se concentra en dos lugares sin una física precisa, el operativo o funcionamiento de esos sórdidos manejos al servicio del Estado y la conciencia del protagonista, que se mueve y cambia de coloración como a empujones.

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El espía honesto

El espía honesto

Aunque se sabe por el cine (muchos lo saben por la vida) la capacidad de control y de influjo en la existencia de las personas de aquellos servicios para la seguridad del Estado, en resumen, la Stasi, Franziska Stünkel consigue aquí con una sencillez escalofriante detallar el escasísimo valor de 'la vida de los otros' y la profundidad y sordidez con la que sobeteaban la intimidad esos tentáculos. En lo físico, en lo psicológico, en lo laboral, sexual y emocional, envuelto todo en una terrible hipocresía que convierte lo trágico en casi caricatura.

El actor Lars Eidinger le procura al personaje un creíble conglomerado de ingenuidad y doblez, lo que no lo aleja del todo del sentimiento del espectador, que vive su presión y opresión. El relato viaja por el carril previsto, pero no adolece ni de intriga ni tensión, es ágil, duro, sórdido y, en cierto modo, reconfortante y elocuente. A no ser que se tengan otras ideas y otras morriñas en la cabeza.

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