Crítica de «El árbol de la sangre»: Rebuscadas espirales de pasión
«Pedirle equilibrio, cordura, lógica, a los personajes de Medem es absurdo: son cuencos derramados, dolores vivos, pasiones abiertas…»
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Julio Medem es un cineasta distinto y hay que verlo con otras gafas. Teje sus historias en espiral y sin el menor síntoma de vértigo a los precipicios dramáticos y caídas sentimentales en los que se enredan sus personajes, acciones y motivaciones. Y ese no miedo al vacío le hace, en ocasiones, precipitarse en él, pero también en ocasiones capturar briznas de pasión tan sedosas y poéticas que, sin las gafas adecuadas, hasta pueden resultar molestas, exageradas o impúdicas.
Lo que relata aquí podría ser, en otras manos, convencional, artificioso, falsote, pero no en las suyas: una historia de amores electrificados, relaciones tormentosas, pasado ponzoñoso y sexo volcánico, que se narra con una creativa estructura alrededor de un árbol (la sangre es genealogía) y de dos jóvenes reunidos allí como ventanas a los sucesos ocurridos a sus respectivas familias y enredados en una sola línea argumental. Ellos son los narradores y la historia, troceada, impregnada de fatalidad y tragedia, llena de rincones ocultos y de extremas revelaciones, es la película…
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El árbol de la sangre
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Pedirle equilibrio, cordura, lógica, a los personajes de Medem es absurdo: son cuencos derramados, dolores vivos, pasiones abiertas…, son almas de folletín resueltas por un formidable cuerpo actoral que la cámara de Medem y el gran trabajo de fotografía de Kiko de la Rica consiguen hacerlas comprensibles, a pesar de los «momentos Medem» (notable mezcla de osadía y pretenciosidad) y de que la intriga mafiosa carraspea y vive ahí como un convaleciente. Y como siempre en Medem, lo físico es media película, con Corberó, con Furriel, con Nimri, con la pizca de Ángela Molina.