LA COLUMNA

El arte de mentir en política

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El legendario poeta griego Epiménides, que nació y vivió en Creta allá por el siglo VI a. de C. tuvo la ocurrencia de afirmar: «Todos los cretenses son mentirosos». Y armó un buen lío. Porque él era cretense. Llevamos veintisiete siglos intentando averiguar si decía la verdad o era un embustero. Cuatro siglos después, Crisipo, un filósofo estoico, llegó a escribir seis tratados acerca de esta «paradoja del mentiroso». Hasta el pobre San Pablo, en su epístola a Tito, cayó en la trampa al decir: «Verdadero es tal testimonio». Cuando se inventó el primer ordenador proyectado para resolver problemas de lógica binaria, construido en 1947 por William Burkhart y Theodore Kalin, un equipo de investigadores introdujo la orden de analizar la veracidad o falsedad de aquella frase. Y la pantalla se puso a oscilar hasta colapsarse. Sus constructores dijeron que se armó «un follón de todos los demonios». Por aquellas fechas, Kurt Gödel, lógico y matemático que terminó hundido en la depresión y la paranoia modernizó la paradoja de Epiménides demostrando que este tipo de paradojas se dan también en la matemática formal cuando hay predicados de primer orden y proposiciones que resultan tautológicas.

Bueno, pues los políticos de hoy son... como los cretenses: si lo que dicen lo tomamos por verdadero, es verdad que mienten. Pero si aceptamos que son mentirosos por definición, dicen la verdad cuando mienten. Echen ustedes un vistazo a las últimas declaraciones del presidente Bush sobre sus propósitos de desmantelar Guantánamo; de los dirigentes franceses, alemanes e italianos sobre el sólido futuro de la Unión Europea; de los mandatarios israelíes y palestinos sobre lo que hacen y dejan de hacer en Gaza y Cisjordania; de los políticos catalanes acerca de sus estrategias para las próximas elecciones; de los del PP sobre quien manda en el partido; de los del PSOE sobre los precios políticos impagables. Si uno los cree se puede armar un follón de todos los demonios.