MAR ADENTRO

Catamarancito de El Puerto

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Los catamaranes de la Bahía serán más rápidos, pero no más hermosos. Casi siempre, la belleza tuvo que ver con un tiempo sin tiempo, con esa lenta paciencia de la naturaleza a la hora de construir los bosques y de fabricar cordilleras. A bordo de los catamarancitos de El Puerto -cuando en ti me embarco, cuando en ti navegooo .-, nos dejaremos acariciar por el viento de la prisa. Pero a bordo del viejo vapor -se llame como se llame, lo pilote quien lo pilote-, nos acariciará el viento de la historia, al pairo de los lentos paquebotes que viajaban hacia América llevando a bordo a un enfermo y legendario Rubén Darío.

El vaporcito era y es el primo carnal de los galeones de la carrera de Indias, de los vapores de la compañía Trasatlántica que amanecían en Mayagüez o dormían en Manila y a bordo de los cuales Pericón pensaba con justicia que a un gaditano le resultaba más fácil ir a La Habana a tomar un café bebío con un cigarro encendío y leer un papelón de esos que llaman diarios que plantarse a lo mismo en Madrid, no ya en las lentas diligencias decimonónicas, sino en el exprés o en el pescaero, anteriores al talgo, al altaría o al como se llame. A la grupa de sus cuadernas, uno ha visto cantar a Chano Lobato y a Javier Ruibal, o acabó con un rasguño en la rodilla al superar la barra del Guadalete cuando sus aguas nos traían de alguna imposible corrida de toros con sabor a Alberti: «El barquito de vapor/ está hecho con la idea/ de en enchándole carbón/ navegue contra marea», describía Fernando Villalón en sus Romances del 800 y en la voz futura de Camarón de la Isla. No era ya el célebre pasodoble de Paco Alba, con arreglos al piano de Chano Domínguez, sino un sabor antiguo del ser gaditano lo que nos unía y nos une con ese vaporcito. El vaporcito quería decir noray, cuando aún sabíamos el significado de dicha palabra. Y era la galeona sin Juan Sebastián Elcano. O la bahía entera, cuando acaso limitaba entre el Faro de las Puercas pintado por Carmen Bustamante y la Casería de Ossio, en el corredor de la muerte urbanística, a pesar del docudrama La Leyenda del Tiempo, de Iñaki Lacuesta. El vaporcito era y es la silueta de El Morcilla de vuelta del exilio, la expedición de Narváez desde Sanlúcar a La Florida con Alvar Núñez Cabeza de Vaca a bordo, o el río del olvido que Antonio Muñoz Molina dejó escrito en un relato imborrable urdido en esa patria profunda de sus veranos portuenses. Seguro que los catamaranes nos llevan y nos traen de Rota a Cádiz a la velocidad del siglo XXI. ¿Pero quien dijo que esta bahía es de este tiempo?

El cielo puede esperar, ya lo saben. Hemos tardado tres mil años en llegar a donde estamos: a ritmo del vaporcito, inventamos los sarcófagos antropoides y el barrio del Pópulo, las cuevas de María Moco, La Tía Norica, los baluartes y Lola La Piconera -que tal vez existiera, vaya usted a saber, y no sólo fuese un espejismo de Pemán-.

A su compás, llegaron La Pepa, Fernán Caballero y Fermín Salvochea, los cantes de Enrique El Mellizo, los tanguillos de un coro y los versos de Fernando Quiñones. Ese vertiginoso plisplás en que un catamarán cruzará nuestras aguas tan sólo resulta comparable a ese otro brevísimo lapso de tiempo en que el Cádiz ha permanecido en primera división. Ustedes decidan: calidad o velocidad.