Editorial

75 años de la II República

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Para un país como España, en el que nunca tuvo lugar una verdadera revolución burguesa y en el que la modernidad democrática ha llegado tardíamente de la mano de la Monarquía parlamentaria, la conmemoración de la Segunda República, de cuya proclamación se cumplen hoy 75 años, requiere de muchos matices para no incurrir en el burdo sectarismo o, incluso, en la mera estupidez. La Segunda República española, que nació en 1931 no contra una democracia coronada sino contra una decadente dictadura, que se arrastraba en esa época por los sótanos de una insoluble crisis de régimen, intentó poner en marcha una sincera regeneración política y moral de la mano de una magnífica generación de intelectuales y políticos de la talla de Ortega y Gasset, Unamuno, Marañón, Alberti o García Lorca. Aquel primigenio impulso, impregnado de regeneracionismo y espíritu crítico, era sin duda democrático y trajo por primera vez a la política española valiosos principios humanistas y espléndidos criterios éticos: desde el sufragio femenino al carácter laico del Estado, pasando por un intento de solución al problema territorial de la periferia y por un énfasis sin precedentes en la educación pública. Sucedió, sin embargo, que los grandes actores de aquel régimen no estuvieron a la altura de los designios idealistas que emanaban de la propia Constitución del 31, y los fanatismos frustraron pronto cualquier esperanza. La gran tragedia que fue la guerra civil que se inicio en julio de 1936, cuando la República ya se había condenado a sí misma, fue el colofón del fracaso de aquellos iniciales designios intelectuales que no supieron evitar ser arrastrados por agresivas ideologías no democráticas, alimentadas desde ambos extremos políticos.

Aprender de la historia es el mejor indicativo imaginable de la inteligencia de una nación. En este sentido, es muy recomendable analizar aquella experiencia republicana para no incurrir en los mismos errores. No en vano, en los momentos fundacionales de nuestro régimen actual y a la hora de dotar a este país de unas instituciones sólidas, los constituyentes y la sociedad civil que los arropó tuvieron en cuenta tanto los grandes principios inspiradores de aquella primera modernización del país cuanto las causas de su estrepitoso naufragio. Y nada de todo esto entra en contradicción con el hecho de que la Constitución de 1978 consagre un régimen monárquico, por cuanto monarquía y república ya no son, felizmente, conceptos antagónicos al encarnar el Rey de España unos principios convivenciales y humanistas que se funden con la más inteligente tradición republicana.

Es absurdo polemizar con el pasado o utilizarlo para influir interesadamente en el presente. El devenir de los pueblos es siempre un acúmulo, una superposición de sedimentos vitales, una progresión de vivencias y experiencias irrepetibles. Lo sensato es interpretar nuestros precedentes democráticos fallidos con verdadero espíritu crítico para no forzar equivocaciones similares.