LA COLUMNA

Hacia un Estatuto de la oposición

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Es reconfortante comprobar que el presidente del Gobierno y el líder del principal partido de la oposición han mantenido una reunión al final de la cual ambos han dado a entender que ha sida grata y provechosa. Lo exigía el buen entendimiento de lo que son las funciones, compromisos y responsabilidades del Gobierno y de la oposición. Cuando no existe un diseño constitucional y legal de esas funciones y responsabilidades; cuando los electores que no suelen votar lo hacen fundándose en elementos emocionales o pragmáticos; cuando se produce la polarización del centro, la oposición, sea cual sea, no se limita a ser leal, en el sentido parlamentario británico, sino que se convierte en una oposición de principios, que utiliza para llevar a cabo su rechazo al sistema político, al modelo socio-económico o a las políticas gubernamentales no sólo la actividad parlamentaria sino también un amplio abanico de acciones extraparlamentarias callejeras o mediáticas.

En el Reino Unido, el líder de la leal oposición de su Majestad dispone desde 1937 de inmunidad específica y tiene un papel muy destacado en el sistema político: debe ser consultado por el Primer Ministro en casos de crisis. En Estados Unidos, el líder de la oposición en la Cámara de Representantes juega un rol estratégico cuando el partido en el Gobierno no controla el Congreso o no tiene mayoría en esa Cámara: dispone del derecho a modificar el orden del día y las enmiendas a los proyectos de ley. También lo juega en Francia cuando hay «cohabitación»: puede movilizar recursos institucionales para canalizar los desacuerdos, aumentar la fiscalización y evitar que el poder incumpla su programa para convertirlo en el resultado de burdos pactos burocráticos. Quizá haya que impulsar a nivel nacional un Estatuto de jefe de la oposición similar al que ya posee la Generalidad de Cataluña. Nos ahorraríamos portavoces vocingleros, crispaciones opositoras traumáticas y corifeos gubernamentales dinamiteros.