CRÓNICAS REPELLADAS

El Arte de la poca vergüenza

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No todo el mundo sabe poner un chocho en su sitio. Vaya manera de empezar. Qué poca vergüenza. El Carnaval de Cádiz es tan exigente que hasta para eso hay que tener arte y muy pocos son los dotados con el arte de la poca vergüenza. Como el otro día decía Lalia González Santiago en la revista Carnaval 06 de LA VOZ ya en el Carnaval de Cádiz no se dicen picardías, la gente pone un tus muertos en cualquier sitio y hasta para eso hace falta tener elegancia.

Siempre he creÍdo que la persona que mejor dice picardías en Cádiz es Paco Abeijón, el Carapalo, sus hijo la gran puta la mare que lo parió, siempre estaban colocados en el sitio perfecto del cuplé, eran picardías armónicas que parecían estar hechas a la perfección para ese sitio. Jamás olvidaré aquellos guanaminos, una pandilla de negros que salían al escenario tisnaitos y con una peaso de olla donde iban a guisar a un incauto explorador. Hay gente en Cádiz, como el Carapalo, o como el gran Peña, o como el también recientemente fallecido Felipe Martín, que tenían o tienen el arte de la poca vergüenza, de hacer barbaridades con tal elegancia que te tienes que terminar riendo.

Existe ya en Cádiz un nuevo tipo de chirigota y que son las chirigotas de poca vergüenza. Esos grupos que salen casi en pelotas al escenario, con mini bañadores y que se ponen a cantar impasibles, mientras que el público, muerto de risa, repite una y otra vez, que poca vergüenza. Pero lo que en cualquier otra ciudad del mundo sería casi un insulto, aquí es un arte, son las cosas del paraiso del jubilado, que siempre ha estado algo tocada por el Levante.

Hace un par de noches salió a escena una chirigota que representaba a unos masoquistas a los que no le faltaban ningunos de sus aperos de labranza, pero el mayor momento de regocijo en el teatro es cuando en la presentación, debajo de una manta, se salió un impresionante gordo carnoso en tanga dorado y con su gran culo perfectamente expuesto para disfrute y cachondeo del respetable, que se repetía una y otra vez....qué poca vergüenza, qué poca vergüenza, mientras se secaban las lágrimas que se la habían salido de tanto reir.

Pero el culmen de la poca vergüenza llegó en la noche del miércoles a cargo de otros dos especialistas en este arte de reirse de tó: El Libi y Manolo Santander. Desde una sesoría (almacén trastero en gaditano) imaginaria situada en plena plaza Pinto, justo al laito del cuadro de la Virgen de las Penas, en una tarde soleada, de esas que sólo existen en los Lunes Santo cuando sale La Palma, se abría, en medio de grandes chirríos una puerta metálica. Sin mecelo, sin mecelo, grita el capataz. La cuadrilla arrastrando los pies saca a duras penas el paso. Suena el himno nacional (Acebes emociónate). El paso de la Mudanza ya está en la calle. La chirigota va de cargadores, con la misma indumentaria de la cuadrilla de Ramón Velázquez. Es más, en las camisetas figura la insignia que distingue al capataz mas loado de la Semana Santa de Cádiz, árbitro de la elegancia y urna que guarda el buen gusto y el buen paladar. Los hombros, coloraos, en carne viva, desollaos por el palo y en sus manos las maniguetas que comienzan rítmicas a sonar entre las carcajadas del público.

Encima del paso no hay Cristo, ni Virgen, primer toque de arte en el manejo de la poca vergüenza. Nadie se puede mosquear. Si figura un frigorífico, blanco marfil, no se sabe si relleno de tetrabriks de Don Simón...Es el famoso misterio de la nevera, obra del siglo XVII de autor anónimo. En las esquinas cuatro luces de mesita de noche, más horteras que un anuncio de colonia. Podían ser hasta de 125, de esas que llevan guardadas en el almacen de Las Palomas 25 años.

Pero donde la cofradía arriesga más es en el exorno floral del paso. Ni rosas blancas, ni claveles rojos, ni orquideas salvajes, apio, apio aromático, del que se le echa al puchero, puesto con elegancia sobre artísticas jarras de color transparente. Qué bonito sería un Jueves Santo oliendo a apio en Cádiz, en vez de incienso, que ya está un poquito visto.

Apio verde y unos centros de flores formados por coliflores de la región hortofrutícola de Conil. Afortunadamente las coliflores estaban sin cocé, porque entre lo que huelen y lo que es el sudor de los cargadores, no iba a poder ir al lao del paso ni la escuadra de gastadores de la Guardia Civil.

Pero donde ya el arte de la poca vergüenza llega al sumun es en la figura del capataz, que no podía ser otro que Emilio Gutiérrez Cruz, El Libi, el árbitro de la elegancia cuartetera en el exilio, el último sobreviviente de esos hombres dotados de tal vozarrón que con ellos nunca hubiera hecho falta inventar el micrófono.

El gran capataz gaditano lucía el terno gris reglamentario, algo entallaito, porque es verdad que a los capataces de Cádiz les gusta llevar el terno entallao, como si hubieran engordao algo en las últimas semanas. La corbata negra, símbolo de luto y sobre el pecho 23 lazos de colores donados por otras cofradías y en la mano en vez del martillo dorado, un grifo de Roca para dar las ordenes con exactitud: «No mecelo mucho, chiquillo, que se van a derramá los yogú que llevamos en el frigorífico».

El Libi da grifo. Listo los de atrás, grita el ingeniero chirigotero Santander. La cofradía camina entre una petalada de carcajadas hacia el gran trono de la Poca Vergüenza de Cádiz.