OPINIÓN

Los mejores

Que al final, todo se reduce a esto, a que cuando la música pare, tenga uno donde poner el culo

Yolanda Vallejo

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No están todos los que son, pero sí los que más ruido hacen. Todos, ya lo sabe, llevan a los mejores en sus filas para hacer de Cádiz el mejor lugar del mundo mundial, la tierra donde mana leche y miel, el lugar de las oportunidades, el país de las maravillas, donde los niños -y las niñas- llevan zapatos y comen tres veces al día, donde los perros van a la playa con protección SPF50 y el autobús es gratis –viejo, pero gratis. Una ciudad donde hay trabajo y vivienda y aparcamiento y la gente se saluda por la calle después de hacer surf, o piragua, o de pegarse una carrerita a las siete de la mañana. Donde hay canguros y dentistas municipales, donde los libros tienen voz y charlan con los vecinos y la historia se viste de feria y baila desde Gadir a Gades y vuelta al principio, y donde hay megaparques de bolas para esconderse y soterrarse, y bosques urbanos donde no hay lobos, pero sí abuelitas contando historias a sus nietos - ¿de dónde piensan sacar a tanto niño, y niña para tanta actividad? Lo he dicho miles de veces, pero lo seguiré diciendo –al fin y al cabo, con el gorro de «La mar de coplas» me ha salido bien-, me gusta mucho más el Cádiz de las maquetas y los programas electorales que el que tengo que vivir día a día. Ojalá que hubiera elecciones cada año, cada mes incluso. ¡Qué bonito es el Cádiz de las promesas!

Y no son todos los que están, pero casi. Porque, por si no quería caldo, con tres trazas no le va a dar para invitar a café a los valientes que integran las listas electorales de las once candidaturas que se presentan a los comicios municipales del próximo 28 de mayo. Once partidos políticos que es el número más alto de concurrencia desde que en 1979 se celebraran las primeras elecciones municipales de la democracia. Algo tendrá el agua, dicen, cuando la bendicen. Y algo estará pasando en San Juan de Dios cuando el sillón del alcalde tiene tantos novios –y no diré novias porque solo hay una candidata en esta ciudad tan feminista- y todos llevan, por supuesto, a los mejores.

Trescientas veintitrés personas –a dos de los partidos nos les ha llegado para más- que han firmado un compromiso, más o menos serio, con un proyecto para Cádiz. No está mal, teniendo en cuenta que cada vez somos menos y cada vez, nos conocemos más y que poner el nombre y señalarse bajo unas siglas no es cualquier cosa en esta ciudad cainita y vengativa que las guarda para cualquier ocasión. Trescientas veintitrés personas que son, en palabras de sus líderes, los mejores, los más ilusionados, los más responsables, lo más preparados –lo de la formación y la ocupación de alguno daría para mucho-, los que más saben de gestión, los más transversales, los más alegres, reivindicativos, cercanos, los más respaldados y los que van a dejarse la piel por Cádiz, para Cádiz, en Cádiz, desde Cádiz, hacia Cádiz, entre Cádiz e incluso contra Cádiz si, llegado el caso, hay que pactar por conseguir una de las veintisiete sillas del salón de plenos municipal. Que al final, todo se reduce a esto, a que cuando la música pare, tenga uno donde poner el culo.

Esa es, al menos, la sensación que uno tiene cuando escucha a los candidatos, o cuando lee las propuestas que van sacando de las chisteras, que los ciudadanos –y las ciudadanas- estamos más bien de relleno en el pastel que se van a repartir. Si no, haga la prueba. Desempolve los programas electorales de hace cuatro años –no es tan difícil, las hemerotecas sirven para algo- y tenga la curiosidad de preguntar ¿cuántas de las medidas prometidas se han llevado a cabo? ¿cuántas de las propuestas electorales ha llevado adelante la oposición? ¿por qué tengo que creerme que, si en ocho años no han sido capaces de sacar adelante un proyecto, lo van a hacer ahora? Y la pregunta más importante ¿por qué nos tratan como si fuésemos niños pequeños a los que hay que contar cuentos para que se duerman?

Y no dudo de la buena voluntad de la mayor parte de las personas que integran las listas electorales –o sí, pero no voy a ponerme muy quisquillosa a estas alturas- pero sé que gran parte de «los mejores» se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia, cerca de la puerta de San Juan de Dios. Cuando todo esto pase, volverán a sus quehaceres –el que lo tenga- y no volveremos a saber de ellos, en el mejor de los casos, hasta dentro de cuatro años. Y lo mismo pasará con las promesas, no lo olvide. Porque una cosa es el deseo, y otra muy distinta la realidad.

Y las casas –incluso las consistoriales- no se pueden comenzar por el tejado, sino que hay que poner cimientos para que no llegue cualquier lobo con piel de cordero a soplarnos y dejarnos a la intemperie. Una ciudad necesita mucho más que una olla de puchero para alimentarse y necesita mucho más que nueve mil turistas diarios, y necesita sentirse como en su propia casa, y necesita saber en qué se emplea su dinero, céntimo a céntimo. Una ciudad necesita que los mejores no estén solo en las papeletas electorales, sino en las instituciones, en los comercios, en las calles, en las escuelas, en los teatros, en las bibliotecas, en los bares. Porque los mejores son siempre los que hacen las ciudades, los que la viven día a día y los que, cuando llegan las elecciones municipales, tienen en su mano el poder de decidir qué ciudad es la que quieren para vivir.

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