Identidades de género

Entiendo perfectamente a Teresa Rodríguez porque yo también me sentaba con mis hijos y mi hija a ver dibujos animados en televisión

Yolanda Vallejo

Esta funcionalidad es sólo para registrados

Entiendo perfectamente a Teresa Rodríguez, y comparto su inquietud, aunque no estoy obligada a leer sus «instrascendencias», como ella misma aconseja en su cuenta de Twitter. El verano, ya lo sabe, es el tiempo propicio para fomentar el tiempo de calidad -no me lo tenga en cuenta, yo tampoco sé qué demonios significa tiempo de calidad- con los más pequeños de la casa. Lógico, ellos y ellas están de vacaciones y los padres y madres intentamos compensarlos de alguna manera por el «tiempo de cantidad» que le negamos durante el invierno. Así que nos ponemos con ellos y ellas a ver la tele, a escuchar canciones, a leer cuentos, a hacer manualidades o repostería, y acabamos hasta el gorro de la tele, las canciones, los cuentos, las manualidades o repostería, los niños y las niñas.

Entiendo perfectamente a Teresa Rodríguez porque yo también me sentaba con mis hijos y mi hija a ver dibujos animados en televisión. Mi marido -aquí quizá debería decir mi compañero de vida o pareja, no sé, por quedar bien- y yo odiábamos a Dinki Winki, su pandilla, y a la aspiradora Noo-Noo; los odiábamos con todas nuestras fuerzas, tanto como al oso Paddington, al que deseábamos fervientemente una muerte lenta en alguno de sus viajes por el mundo. La lista de los odiables era infinita y las mil maneras de morir que imaginábamos para Hannah Montana, las tres mellizas o Phineas y Ferb eran, como poco, inmorales además de ilegales. Con paciencia -y a veces con otras cosas, para qué voy a engañarle- sobrellevábamos como podíamos la infancia de nuestra prole, sin negar que en ocasiones, sobre todo con Nobita o Shin Chan apagábamos el televisor directamente sintiéndonos unos padres orgullosos por privar a nuestros hijos de ver dibujos animados machistas, xenófobos y heteropatriarcales, pero sobre todo, sintiéndonos aliviados de ver esos mamarrachos a todas horas.

Así que entiendo perfectamente que Teresa Rodríguez cuando llegan estas fechas esté algo más que harta de tantas pamplinas y reviente por donde pueda. El año pasado cayó en la cuenta de que el «efecto Pitufina» estaba presente en muchos de los dibujos animados destinados a los más pequeños -y pequeñas- de la casa, y arremetió contra «La patrulla canina» por el tratamiento que recibía la perra Skye,«¿Por qué Skye no puede ser la jefa de la patrulla canina si es la que siempre acaba rescatando al personal?», decía en su perfil tuitero. La entiendo perfectamente. También yo tenía intensos debates con mi entorno en aquellos tiempos de crianza, ¿por qué Shizuka Minamoto va siempre de rosa? ¿por qué las Supernenas miran tan arrebatadas al profesor si las listas son ellas?

¿Por qué los Pokemon siempre evolucionan en masculino? El hastío y el aburrimiento tienen muchas caras, nunca lo he puesto en duda, y las cabezas necesitan algo más que matar moscas con el rabo.

Ahora ha caído en la cuenta Teresa Rodríguez de que las canciones de los Cantajuegos son para echarles de comer aparte. Yo lo sabía de antes, le llevo delantera en esto porque la antigüedad es un grado. También sabía que «En un bosque de la China» no es una canción actual, ni siquiera es del popular grupo infantil, sino que es un tango que el cantautor argentino Roberto Ratto compuso en 1942 y que popularizó Hugo Carril en la película «La novela de un joven pobre». El tema, cuestionado desde el principio por su explícito y asqueroso doble sentido, estuvo prohibido en Argentina durante el gobierno de Juan Domingo Perón -qué cosas- y tuvo que saldar algunas deudas con la censura antes de convertirse en un éxito mundial; la versión original, por ejemplo no decía «como yo andaba perdido», sino «como yo era un perdido»… lo que añadía todavía más tensión a la trama chunga de la canción. Sea como sea, también sabía yo de antes que lo de la chinita del bosque lo popularizaron en España Enrique y Ana -un dúo que también tiene una revisión pendiente- y lo cantábamos los niños y niñas de los ochenta como si tal cosa. Era evidente que nuestros padres y madres no pasaban con nosotros el tiempo suficiente, o simplemente que tenían otras obligaciones y por eso nos dejaban jugar con el hulahopp o con la Botilde a pique de sufrir colapsos vasculares o estrangulamientos en las carótidas.

Dicho esto, entiendo perfectamente a Teresa Rodríguez y no tengo buenas noticias para ella. Lo de los Cantajuegos es mucho peor de lo que parece a simple vista y quizá todavía no se haya dado cuenta. Hay que estar muy vigilantes con las letras que cantan porque pueden originar todo tipo de dudas en nuestras hijas e hijos. También en esto le llevo delantera a Teresa y ya me encargué de comprobar los efectos nocivos de la vaca lechera -¿qué tipo de relación turbia mantienen la vaca y el vaquero?, o de la amistad entre el sapo Pepe y la rana Juana -¿cómo se sentirán los niños que se llamen Pepe?-, por no hablar, claro está, del Chuchuwá y su «compañía, brazo extendido…»

Y no hablo en broma, le advierto, porque en cualquier momento saltan las alarmas. Mucho cuidado con los Cantajuegos que a la más mínima de cambio alteran la identidad de cualquiera, y luego el trabajo es para nosotros, cuando los niños -y las niñas- vengan diciendo «soy una taza, una tetera, una cuchara, un cucharón, un plato hondo, un plato llano, un cuchillito, un tenedor. Soy un salero, azucarero, la batidora y una olla exprés… chú chú»

Comentarios
0
Comparte esta noticia por correo electrónico

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Reporta un error en esta noticia

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Muchas gracias por tu participación