Hoja Roja

Desatando la pasión

«Es la puerta que se abre cada año a los recuerdos, la que me lleva de vuelta a casa, la semana más corta del año, la que desata pasiones, aunque nos cueste reconocerlo»

Yolanda Vallejo

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Aunque alguien trate de convencerlo de otra cosa, no se deje engañar. La Semana Santa, tal y como la concebimos hoy en día, no es tan inmemorial como pensamos, ni tan tradicionalista –entendiendo el término por reaccionario y conservador- como nos quieren hacer creer. Y es que lo de organizar los desfiles procesionales, lo de las vacaciones, y lo potenciar el turismo en estos días surgió a finales de los años veinte del pasado siglo. Sí, también los felices años veinte tuvieron mucho que ver en esto. Que sí, que es cierto que la devoción popular a las imágenes, el culto externo y la exposición pública de la Fe tienen más años que el hilo negro; que sí, que en Cádiz se constituyó la primera Junta de Cofradías en 1892 con el fin de organizar la Semana Santa con el apoyo del Ayuntamiento, estando Eduardo Genovés –el del Parque, la Velada, y la organización del Carnaval- al frente del mismo y que sí, que con más o menos control municipal, las procesiones llevan siglos saliendo a la calle.

Sin embargo, lo que tenemos ahora, el orden establecido para las salidas y recogidas, la estructura, incluso, de los cortejos, el reclamo para visitantes y la dimensión turística –piense que nuestra Semana Santa es 'de interés turístico nacional'- apenas tiene un siglo de almanaques a sus espaldas. Y tuvo mucho que ver la creación, en 1928, del Patronato Nacional de Turismo, que supuso la primera intervención del Estado en materia turística y que tenía como objetivo convertirnos en un destino apetecible para propios y extraños y prepararnos para las exposiciones –la Internacional de Barcelona y la Iberoamericana de Sevilla- que tendrían lugar en 1929 y que precipitarían, sin duda, la demanda turística. De ahí que las navieras –también las nuestras-, la hostelería –también nuestro Parador, inaugurado en 1929-, y los Ayuntamientos vieran en las fiestas populares una ocasión única para potenciar las visitas a todos los rincones de España, incluida nuestra ciudad, que aún vivía de los ecos del Centenario, cuyo monumento también se inauguraría en 1929, con bastante retraso. Lo sé, no hemos cambiado nada, ni en lo que tardan en materializarse los proyectos, ni en lo de atraer alegremente a los visitantes, por mucho que ahora nos estemos pensando lo de la tasa turística.

El caso es que el triángulo clima, mar y ocio resultaron ser la trinidad perfecta para que las autoridades civiles vieran en la Semana Santa la ocasión idónea para fomentar el turismo, como se puede comprobar en la cartelería de aquellos años que aún se conserva, o en las tribunas colocadas en las calles para ver desfilar las procesiones. Y no solo aquí, claro está. Sevilla vivirá, en los años veinte y primerísimos treinta, un desarrollo que marcará la estética que hoy identificamos como genuina y se convertirá en el modelo a seguir por otras poblaciones. La manera de vestir a las imágenes –ahí están Pepe Percio o Fernando Morillo revolucionando la impronta de las vírgenes-, la forma de los cortejos y hasta la música, porque no hay que olvidar que marchas como 'Pasan los campanilleros' de Manuel López Farfán, creada en 1924, supondrían un antes y un después en la música procesional, rompiendo con la imagen fúnebre y lenta que caracterizaba a la Semana Santa hasta entonces. Ya ve de dónde nos viene esto.

Y luego, lo de siempre, la apropiación del régimen franquista –lo hizo con el fútbol, lo hizo con la copla- de lo que habían sido las expresiones populares –ojo, que no estoy entrando en la parte más profunda del misterio pascual- difuminando, incluso, su historia. Por eso me empeño, cada año, en recordar el sentido más festivo de esta fiesta impregnada de sentidos, la vista, el olfato, el oído, el gusto, el tacto… y en dejar que se me invada la fascinación por un naranjo cuajado de azahares que huelen a incienso y saben a canela, a matalahúva, que suenan a cornetas y tambores y a horquillas contra los adoquines, que me devuelven inmediatamente a mis dos semanas santas, tan distintas. Porque sí, hay dos Semanas Santas; la que aprendí de mi madre con los ramos de olivo o hablando bajito en los Oficios mientras el sacerdote leía con voz tenebrosa la Pasión, o encendía con júbilo el cirio Pascual; la que me enseñó a moverme entre los fogones y que cada año se renueva en los alcauciles rellenos y en las tortas de bacalao, la que viví acurrucada en sus brazos, viendo 'La historia más grande jamás contada' aprendiéndome el nombre de los apóstoles mientras me vencía el sueño. Y la otra Semana Santa, la de mi abuela, esperando de su mano la salida de la Borriquita en la Alameda con los zapatos recién estrenados, la que cada año me hacía el vestido más bonito, la del helado de plátano en Los Italianos, la del bocadillo de jamón –que tu madre no se entere- el viernes santo, la del paseíto por la mañana, la de la recogida de la Esperanza en San Francisco, la de «corre, asómate que ya viene la Cruz de Guía». La Semana Santa de los itinerarios que me traía cuando iba a por el pan, la del pirulí de La Habana, la de «esta noche te llevo a ver el Nazareno bajando por Jabonería», la de «ponte delante que la veas mejor», la de «levántate, que nos vamos a ver la recogida del Perdón».

Es, ya lo ve, mucho más que el racaraca en el que se quedan algunos. Es la puerta que se abre cada año a los recuerdos, la que me lleva de vuelta a casa, la semana más corta del año, la que desata pasiones, aunque nos cueste reconocerlo.

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