LLUVIA ÁCIDA

UN NUEVO IMPULSO

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LAS comparecencias de Florentino Pérez para despedir un entrenador están perdiendo brío narrativo. Ya ni dice lo de «un nuevo impulso», que era su expresión favorita para estas ocasiones, pero que de tanto gastarla en vano terminó adquiriendo un significado paradójico: un nuevo impulso, sí, pero de Sísifo. O de Prometeo, porque cada nuevo entrenador es como un hígado que se regenera para que pueda volver a devorarlo la maldición gilista de Chamartín.

Ni Florentino Pérez se siente ya capaz de fingir confianza en el porvenir ni en un errático paradigma deportivo que jamás fue encomendado a un profesional con capacidad ejecutiva –el modelo Barça de continuidad e identificación de una escuela, con perdón–, por lo cual el despido de Benítez ha sido frío y mecánico, como la intervención de un podólogo.

En realidad, de lo que se trataba era de no demorar la aparición salvífica de Zidane, que acaso sea el último dique de contención que le queda a esta presidencia cuyos síntomas conspiranoicos son los habituales en las cosas afectadas ya por una debilidad terminal. En la actualidad, la única baza de prolongación del florentinismo es el cuidado que el propio florentinismo ha puesto en que no exista posibilidad alguna de alternativa que no sea controlada y lampedusiana. En eso, Pérez jugó bien al político después de su segunda venida. Ni un autogolpe tuvo que dar. Le bastó con retorcer un poco las normas institucionales y con hacer propagar a las diferentes terminales de su «Aló, presidente» el mismo miedo a la incertidumbre con el que no logró consolidarse Rajoy. El principio de estabilidad basado en impedir la llegada al club de ladrones y cachondos terminó alimentando un fuerte sentido patrimonial que permite al presidente igualar las críticas a su gestión con agresiones antimadridistas.

El pavor a las pañoladas y las broncas, que explica que delante del palco existan ahora unos boxes VIP donde antes había socios que podían darse la vuelta, justifica en parte el advenimiento prematuro de Zidane. Esto es como agarrar un niño en un tiroteo y escudarse detrás de él. Zidane, además de depositario de hermosos recuerdos, es un ser amado por el madridismo por el cual será declarada una tregua sagrada. Perfecto cortafuegos, mucho más eficaz que los hinchas orgánicos o que aquellas pancartas con mensajes subliminales que en otros tiempos Florentino usó para inducir un control social dentro del estadio. Lo que nos inquieta ahora es precisamente que Zidane, uno de los últimos patrimonios humanos sin arañar que le quedan a este Real Madrid de la era galáctica, termine abrasado al haber precipitado etapas de maduración por culpa de una necesidad política, autoprotectora, del presidente. Quien esto escribe, madridista de la generación de Zidane y devoto del francés, desea que ello no ocurra, sino que le vayan las cosas bien. Un tío tan grande no puede quedar en fugaz eslabón del gilismo madridista.

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