Javier Rubio - CARDO MÁXIMO

De entre todos, uno

EE.UU se toma un año para elegir presidente. En realidad, España vive algo muy parecido a una campaña permanente

Javier Rubio
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LOS norteamericanos arrancaron ayer oficialmente su proceso de elecciones presidenciales con la elección de los representantes de Iowa para las convenciones de los dos grandes partidos en verano. Oficialmente, porque la campaña empezó mucho antes, nada más postularse para el cargo los distintos candidatos que compiten por la designación en las filas de su correspondiente formación, de la que han salido todos y cada uno de los presidentes del último siglo, por lo menos. Se trata de un proceso largo y extenuante y, por supuesto, carísimo porque obliga a los aspirantes a invertir enormes sumas de dinero para sondear y moldear sus discursos a lo que pide la opinión pública de cada uno de los estados por los que se mueve la caravana electoral.

Además, cada elección tiene sus propias reglas y no es lo mismo el reparto en Iowa con sus asambleas populares (caucus) que las primarias en New Hampshire que siguen ocho días después.

Por supuesto, nuestro sistema proporcional no tiene nada que ver con el mayoritario que rige la elección del hombre más poderoso del planeta. Y, por supuesto, nuestras campañas no son tan largas como las estadounidenses... bueno, hasta cierto punto. Si hubiera que repetir los comicios legislativos, nuestro país empalmaría doce meses pendientes de las urnas: de mayo de 2015 en que fueron las municipales y autonómicas a junio de 2016 en que tendría lugar la repetición de las generales. En realidad, España vive algo muy parecido a una campaña electoral permanente con los líderes de los partidos concurriendo ante sus militantes cada fin de semana para asegurarse unos minutos en el telediario de las tres de la tarde con cualquier fruslería que se les ocurra. Y por ahí si hay más diferencias insalvables.

El sistema norteamericano resulta admirable en cuanto va decantando los discursos de los principales aspirantes con más posibilidades de salir elegidos. Diríamos que el sistema electoral estadounidense experimenta un efecto Doppler inverso porque huye del corrimiento al rojo para quedarse en los colores más fríos del espectro ideológico, allí donde moran los votantes moderados que son quienes decantan a la postre las elecciones. Cuanto más crece en seguimiento un candidato, más moderado se hace su discurso precisamente para retener al mayor número posible de seguidores. Es una mecánica infalible que va dejando en la cuneta a extremistas, demagogos y bobos solemnes, derrotados por la evidencia de que el votante medio se mueve en un margen muy estrecho de elección que unas veces se vence del lado derecho y otras se deja caer del izquierdo. «E pluribus unum» es algo más que un lema. «De entre todos, uno» garantiza que no habrá estridencias chirriantes. Las diferencias con nuestro país resultan más que obvias.

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