#Venecia
Ha muerto Aznavour y he preferido no llamar al viejo. Pero estoy convencido de que habrá afrontado la pérdida como una amputación. Mienten los deneís, mienten las lápidas del cementerio: la vida, en realidad, se mide por las canciones que amamos. Si echo la vista atrás, soy capaz de sintetizar todos los peores y mejores momentos de mi discreta existencia en canciones. Las del viejo siempre fueron de Aznavour.
Las canta en cada reunión familiar, con su voz destemplada, que se superpone a la propia voz del francés, después de la segunda botella compartida de champán, con los ojos llorosos, echándole la culpa a las burbujas del cava. En La bohemia, en La mama, en esas canciones atravesadas de melancolía, recargadas de kitsch parisino, el viejo sale a cazar recuerdos de su juventud. Y llora, lo hace gozosamente, mientras brinda con champán por los tiempos antiguos, por su compadre muerto, por ese París que siempre fue para él una postal, pero sobre todo una evidencia: la de que una vez fue joven.
Sólo de jubilado, junto a mi madre, conoció Venecia. Y en su salón hay colgada una acuarela algo burda de sus canales. Pero su Venecia real, la que él evoca a la hora del champán, vive en la garganta de Aznavour. Es la Venecia que se intuye en sus ojos llenos de vida en sus fotos en blanco y negro, cuando era fuerte y vigoroso, cuando todo estaba aún por hacer.
Ahora tiene achaques, sufre por el dolor de las piernas, queda muy poco del brillo de los ojos con los que mira al mundo en sus viejos álbumes. Pero estoy seguro de que habrá sentido la noticia. No voy a llamarlo, prefiero esperar a la próxima reunión familiar para brindar con él y oírlo cantar. Quizá entonces le suplique: Viejo, no te marches nunca, me destroza imaginar Venecia sin ti.
