Sombrillas

A la memoria de las calles del mediodía del verano no le falta una mujer bajo un paraguas, defendiéndose del chaparrón de fuego del verano

Antonio García Barbeito

Esta funcionalidad es sólo para registrados

Sabemos mucho de melanomas y de protección solar, de alertas amarillas para no asomar la gaita a la calle. Sabemos mucho de horarios ideales para pasear por la playa, bañarse, tomar el sol. Hoy sabemos del verano tanto como del invierno, tanto de recalmones como de frentes fríos, de gota fría y de viento sahariano. Pero hay algo de lo, según parece, no sabemos tanto como sabían nuestros mayores: cómo salir al sol diario, sin más información que la temperatura que se palpaba aun en las casas con paredes de un metro de grosor. A la calle se salía con la lección bien aprendida.

Camino del campo, no había hombre o zagal que fuera destocado. En este tiempo, a las tiendas que vendían de todo llegaban los sombreros de palma, las hoces y las alpargatas, como en invierno llegaban los impermeables, las botas de goma y los paraguas a las tiendas de ropa. Cabrerillos, vaqueros, gente de la era o de la viña, cualquier hombre que anduviera sobre la tierra llevaba su sombrero o su gorra. Y si en el pueblo, gorra proletaria para unos y sombrero de blanca palma para los pudientes. Pero la gente iba tocada en este tiempo, siempre, sin saber tanto de exposición solar y de los peligros del sol sobre la piel. Es verdad que no podían taparse todo, porque las labores del campo requerían de brazos fuertes y libres de impedimentos, pero la cabeza iba siempre cubierta. Así, en el campo. En el pueblo, por las calles, no había mujer prudente que saliera a la calle sin un pañuelo por la cabeza o, si lo tenía, con un paraguas como sombrilla. A la memoria de las calles del mediodía del verano no le falta una mujer bajo un paraguas, defendiéndose del chaparrón de fuego del verano. Hoy, alabo el gusto cada vez más extendido de hombres tocados de sombrero bajo el mediodía de los pueblos y las ciudades, y en el campo, claro, que aunque sean pocos los que lo habitan, hay gente sobre la tierra. Lo que no sé es por qué, si en el invierno no nos importa ir con un paraguas a todas partes los días lluviosos o que se anuncian tales, no salimos a la calle con un paraguas estos días de sol canalla que lo va abrasando todo, si, además, hay más peligro que antes de coger una insolación y de males de la piel. El símbolo primero que conocí de Santiago de Compostela era un cura con sotana y sombrero de teja, con paraguas, en actitud de ir corriendo, gritando «¡Que chove…!» El símbolo del verano de Sevilla tendría que ser una persona bajo un paraguas, la frase: «¡Ojú, qué caló!», y, cerca, un termómetro que marque 45ºC y un fondo de bar con una Cruzcampo a la que le rebose la espuma. Pero el paraguas, que no falte.

ANTONIO GARCÍA BARBEITO

Comentarios
0
Comparte esta noticia por correo electrónico

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Reporta un error en esta noticia

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Muchas gracias por tu participación