Kraken en tempura

La sofisticación ha matado al veraneo, aunque ya nadie use esta palabra tan pedestre

Javier Rubio

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Los atardeceres son de película. El crepúsculo pinta el cielo con una gama infinita de matices que van desde el azul oscuro casi negro al bermellón intenso pasando por violetas, malvas, cárdenos, naranjas, azafranados y toda su escala de intensidades. Los estratocúmulos, bien altos, van cayendo como un telón que, muy despacio, fuera echándose sobre la línea del horizonte: las crestas de las sierras a unos treinta kilómetros en lontananza sin ningún obstáculo que impida la contemplación del espectáculo prodigioso. La función dura más de media hora y es gratuita. Para asistir como público no hace falta pagar entrada, basta con dirigir la vista hacia Poniente y esperar que el disco de fuego incandescente se oculte y arrebole el cielo como si la tramoya hubiera empezado a arder. El juego de luces y colores dura hasta que el telón negro se echa del todo. Lo mejor es que sólo hay que estar en el sitio oportuno a la hora adecuada para deleitarse con algo tan simple como el ocaso. Pero, ¡qué atardecer!

Ayer, mientras lo admiraba embelesado se me vino a la mente que le había prometido a un amigo escribir en favor de los sencillos placeres del verano. Nos habíamos cruzado en el hemistiquio de julio y agosto y se me abalanzó para contarme que la sofisticación había matado al veraneo. Por supuesto, ya nadie emplea esa palabra tan pedestre, sino que ahora se llevan las «vacaciones activas» en las que el «dolce far niente» de nuestros padres sin más ocupación que aguardar a que la sandía enterrada en la arena se pusiera fresca se ha convertido en una agenda repleta de experiencias y sensaciones inéditas que hay que vivir como si fuera la vida en ello. No hay sitio como la mesa donde el afán de complicar las cosas haya llegado más lejos. Mi amigo venía indignado; lo que toda la vida había sido un chiringuito a pie de arena en la playa que frecuenta se había convertido este año en un «gastro lounge bar» con más ínfulas que condumio donde el plato de chocos fritos (doce tiras de cefalópodo rebozadas y pasadas por la sartén) por el que cobraban seis euros hasta el año pasado se había convertido en la pretenciosa nueva carta en un plato de seis tiras por la que cobran doce euros. Para conseguir tal inversión de precio y cantidad, se había hecho necesario abominar del nombre castizo con que se conocía el plato para bautizarlo rimbombante como «kraken en tempura», como si fuera cosa bien diferente y mucho más sabrosa de lo que era hasta entonces.

Confío que esta columna sirva de invitación a mi amigo para disfrutar desde la terraza en la que escribo del glorioso espectáculo de la atardecida. Sin más pretensión que sentir cómo el tiempo, a la vez que la luz del crepúsculo, se nos escapa de las manos delicuescente.

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