PUNTADAS SIN HILO

Intolerancia 2.0

En este país de pendulazos pasamos de denigrar a los gays a llamar homófobo a alguien porque no le gusta un cartel

El autor del cartel de Navidad de este año posa junto a su obra EFE
Manuel Contreras

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La reciente y encendida polémica por el cartel de la Navidad sevillana me pilla desubicado por mi franco desapego hacia una modalidad artística que considero menor y arcaica. La cartelería propagandística de la primera mitad del siglo pasado tiene cierta gracia en su tosquedad pictórica e ideológica, pero la televisión mató al género, y desde entonces apenas me parecen reseñables el póster del Ché por su valor icónico y algunas portadas de discos. En la sociedad digital, la función de la cartelería ha sido sustituida por el minimalismo de logotipos y hashtags. Pero Sevilla ama los carteles, quizás como reminiscencia de un esplendor añorado, y es capaz de abrir en canal su opinión pública por un anuncio navideño editado por la Asociación de Belenistas. La polémica se centra en la evidente estética gay de la figura que protagoniza la imagen, un arcángel Gabriel metrosexual que manipula con delicadeza una Giralda que le nace del bajo vientre. El tono del cartel ha molestado a muchos sevillanos, algunos de los cuales lo han criticado abiertamente, lo que les ha costado automáticamente la etiqueta de homófobos.

Ésta polémica ridícula —el cartel ni siquiera se paga con dinero público— está demostrando, sin embargo, que en nuestra sociedad existe un déficit de tolerancia. Una intolerancia boomerang. En algunos sectores sociales la homosexualidad todavía genera rechazo, es cierto, aunque nadie puede negar que en los últimos años el mundo gay ha abandonado su tradicional oscurantismo con meritoria naturalidad. Pero la aceptación de la normalidad homosexual no debe derivar hacia otro tipo de intolerancia, una intolerancia 2.0 contra toda voz que critique cualquier aspecto vinculado con esta condición sexual. En este país tan aficionado al pendulazo pasamos de denigrar a los homosexuales a tratar como homófobo recalcitrante al señor que opine que no le gusta un cartel de inspiración gay. El colectivo homosexual, que afortunadamente ya se manifiesta como tal en cualquier ámbito, no debe convertirse ahora en una casta de intocables, una élite social ajena a cualquier reproche, porque eso supondría una nueva discriminación. Sería cambiar el armario por una jaula de oro, pero sin abandonar al fin y al cabo su reclusión.

La verdadera integración no se producirá hasta que la condición sexual sea absolutamente irrelevante. Para ello es necesario que se superen los últimos prejuicios homófobos, pero también que el propio movimiento gay renuncie a una estrategia de hiperprotagonismo social que le permite actuar como lobby. El colectivo homosexual se organizó para defender sus derechos, pero en su camino hay una encrucijada en la que tendrá que optar por diluirse en una sociedad sexualmente igualitaria —desaparecer en la misma medida que no hay un movimiento heterosexual organizado— o continuar remarcando sus diferencias para acaparar poder. Y en asuntos de sexo habrá diferentes gustos, pero el poder atrae a todos por igual.

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