Opinión

El secreto está en el mapa

Yolanda Vallejo

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Después del lamentable espectáculo con el que terminó la fiesta de la democracia el pasado domingo, estaba convencida de que el mundo se divide en dos: los que son de «Barbie» y los que son de «Oppenheimer». Yo, evidentemente, creía estar en el bando de los primeros; los de todo al rosa, los nostálgicos que se alivian con un punto de acidez, los irremediablemente ochenteros… en definitiva, la gente que sostiene el mercado y la industria del entretenimiento. Maduritos sin hipoteca, ricos en prejuicios, sin hijos adolescentes y dispuestos a darse el capricho de su vida buscando en el baúl de los recuerdos el regalo que los Reyes Magos no le trajeron a tiempo.

Cada uno se cura sus traumas como puede, dirá usted. Y en eso estaba cuando compré la entrada de cine, el mismo día del estreno de la película de Greta Gerwig que ya ha recaudado más de siete millones de euros en España, poniendo patas arriba la tendencia que veníamos arrastrando desde la pandemia. Así que allí me planté dispuesta a reconocerme en cada uno de los gags de la película, y a pasar dos horas de desconexión –más bien de regresión-, pero terminé asistiendo a un alegato político-social feminista que dinamita el patriarcado amparándose en un guion, a veces demasiado complejo, con un contenido tan woke que daba apuro hasta reírse a carcajadas con algunas escenas. Y eso que algunas escenas son para reírse a carcajadas.

El caso es que, igual que yo, la gente entra a las salas a ver «Barbie» vestida de rosa y sale con la cara colorada, si es que entiende la película, claro. Me encantó, eso sí, reencontrarme con el catálogo de fracasos de Mattel y saludar a algún viejo conocido como Alan, el amigo de Ken –el único que no sale replicado en la película-, con el que la empresa había cometido un error de makerting tan gordo en su lanzamiento que necesitó años de campaña de imagen para intentar salvarlo. No lo consiguió, como tampoco consiguió salvar a Skiper, la supuesta hermana de Barbie, a Migde, la amiga embarazada de Barbie o a Tanner, el perro con necesidades fisiológicas que incluía un set de recogida de excrementos. Todos salen en la película, todos serán ahora éxito de ventas en las jugueterías. No hay nada como saber hacer de la necesidad virtud.

«Oppenheimer» es otro rollo. Otro éxito de taquilla, también. Y otra película de Christopher Nolan, claro. Tres horas de biopic, repletas de diálogos densos y de reflexiones psicológicas que cuentan la historia de Charles Oppenheimer, basándose en el libro de Kar Bird y Martin J. Sherwin «Prometeo americano», y presentándolo como una víctima más de su propia criatura, la bomba atómica: «Me he convertido en la muerte, en el destructor del mundo». No se hace larga, aunque lo parezca, y la supuesta conversación del protagonista con Einstein tiene su peso dentro de la trama; al fin y al cabo, que Einstein le diga a Oppenheimer que la humanidad lo perdonará y lo reconocerá por su contribución histórica al mundo no deja de ser inquietante. Igual de inquietantes que algunas frases de la película, como la que suelta Kitty Oppenheimer como quien no quiere la cosa: «El mundo está cambiando. Este es tu momento».

Así que después de visto –como dice el refrán, todo el mundo es listo- el fenómeno cinematográfico del verano, llegué a la conclusión de que el mundo no se divide en dos, sino que el mundo es 'Barbenheimer', que es como la crítica intenta justificar el hecho de que ambas películas sean muy, muy buenas, y que el empate técnico no garantice que la una supere a la otra de manera explícita. Qué le vamos a hacer, yo pensaba que lo de las elecciones generales era algo muy nuestro. Eso de pensar una cosa, decir que se va a votar otra y terminar votando con más miedo que vergüenza –yo creo firmemente en que este país ha votado con y por miedo- es algo que no entraba en las encuestas ni en las quinielas de los candidatos. Ni siquiera en las de los que han ganado, ni siquiera en las de los que van a gobernar, ni siquiera en las de los que se han quedado tan lejos de sus sueños como cerca de sus pesadillas.

Intentaba comprenderlo, no le engaño. Comparaba el fenómeno cinematográfico del momento con el panorama político, con lo que había sido la campaña y encontraba tantos puntos en común –películas razonablemente comerciales, con repartos de estrellas y visualmente muy atractivas- que me pareció haber comprado una entrada de sesión continua para ver lo mismo una y otra vez.

Pero entonces, llegó el último jueves de mes y con él, el primer Pleno municipal presidido por Bruno García. Y llegó la respuesta a todas mis preguntas, y se disiparon mis dudas, y entendí, de golpe, por qué me gustaba tanto cómo escribía el anterior alcalde. «El secreto está en el mapa», dijo David de la Cruz, portavoz de Adelante Izquierda Gaditana; lo dijo así, sin despeinarse, en referencia a los tristes destinos de los Fondos Edusi, y me encantó. No el contenido, sino esa forma tan maravillosa de referirse a esta ciudad esquizoide, que lo mismo vota a la izquierda que a la derecha o a la izquierda más a la izquierda, según esté la aguja de mareada. Ahí está el mapa, para quien quiera guiarse por él. Pero le advierto una cosa, no crea que va a encontrar la verdad porque, como decía Melville «no está en ningún mapa; los verdaderos lugares nunca lo están». Así que ni blanco ni negro, ni rojo ni azul, ni rosa ni mortal. Que bastante polarizado está el mundo como para que ahora vayamos por barrios.

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