toros | La contracrónica

La clase de Morante y el toro 'Barbecho' de la ganadería de El Torero, lo más destacado de la Feria de Jerez

El triunfador numérico fue Roca Rey, que cortó cuatro orejas en la tarde del sábado

Crónica: Lo de Morante, que logra la hazaña poética, no cabe en un catavino de Jerez

Morante de la Puebla en Jerez Paco Martín
Pepe Reyes

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Tras nueve años de prolongado paréntesis, volvía a Jerez su tradicional corrida concurso de ganaderías, torista modalidad de la tauromaquia que tanta celebridad y carácter imprimiera al decimonónico coso de la calle Circo.

Desde 1955 hasta 1989, este festejo se anunció de manera ininterrumpida durante la ya extinta feria de la Vendimia, primero, y en la propia feria del Caballo, después. Y tras un efímero intento de rescatarla en 2014, se anunciaba este año una nueva edición. Lo cual es feliz noticia para el aficionado, pues en ella se subrayan y exaltan conceptos que ya quedaron en desuso: protagonismo máximo de la suerte de varas y exhaustivo análisis de la bravura del toro. En época de desaforado torerismo y de atención casi exclusiva a las faenas de muleta, una corrida concurso es un soplo de aire fresco, una ráfaga de pasado que transportara al presente el cetro perdido del auténtico soberano de la fiesta, el toro bravo. Pero en la lidia actual, encauzada por completo al último tercio, no tiene fácil encaje una prioridad que no sea la de dar muchos pases de muleta. Aspecto que se pudo comprobar en la corrida del viernes, en la que el toro triunfador fue «Barbecho» de la ganadería de El Torero, que se arrancó con alegría cuatro veces al caballo, peleó bien bajo el peto y se comportó con bravura en todos los tercios. Pero arribó al último con el motor justo para soportar una faena lucida pero escueta, todo lo contrario al planteamiento de Castella, quien propuso una versión dilatada en su quehacer, con múltiples pases carentes de alma y de sosiego. Trasteo al uso, con el que desaprovechó las óptimas condiciones del noble y encastado animal. El punto álgido de brillantez en el festejo se vivió en la franela de Morante, con la que acarició, meció y acompasó al sobrero de Juan Pedro, cuya lidia se desarrolló ajena a las exigencias del concurso. Belleza y garbo, hondura y pinturería, torería derramada de nuevo por este genio de la Puebla, que parece llamado a sublimar el arte de la tauromaquia. En su primero sólo pudo apuntar detalles ante un ejemplar de Santiago Domecq, que acudió dos veces a la jurisdicción del picador y que llegó muy aplomado al tercio de muerte. En tres ocasiones se arrancaron los pupilos de Núñez y de Bohórquez al caballo, derrochando comportamiento de bravos, pero sus menguadas energías no permitieron lucimiento alguno a Castella y Aguado con la muleta. El cuarto, de Juan Pedro, sin un ápice de poder y de vergonzosa presentación, fue devuelto. Mientras el sexto, un colorado de Álvaro Núñez, resultó un manso integral que rehuyó la pelea en varas y al que Pablo Aguado logró sujetar con la pañosa para plasmar una faena demasiado larga y carente de relieve.

Excesos cuantitativos de muletazos, que tuvieron su prolongación multiplicada en la tarde del sábado, donde una corrida noble pero muy justa de fuerzas y de casta de Jandilla permitió que las tres figuras actuantes abundaran reiteradamente en lo profuso. Y en la que, liberado de los rigores de una corrida concurso, el tercio de varas volvió a mostrarse como suele: recurrentes monopuyazos traseros, cuando no simulación directa de la suerte. Encierro del que cabe destacar la bravura del animal corrido en cuarto lugar, que empujó encastado en el caballo y prodigó acometidas largas y codiciosas. El Juli supo atemperar este brío con el dominador manejo de su muleta, de toque duro y trazo largo, en una labor de pulcra ortodoxia y sin excesivos ceñimientos. Prolongó con desmesura la faena, hasta el punto de emborronarse ésta con algún desarme final. Como ocurriera en su primero, cobró una estocada muy trasera y se le otorgó una oreja.

Mientras parte del público, ávido de triunfalismos y ahíto de líquidos espirituosos, solicitaba con sonora vehemencia un doble trofeo que el usía, impertérrito y acertado, no concedió. Meritoria rectitud que contrastó con la fácil dadivosidad con la que agasajó los trasteos de Roca Rey, auténtico ídolo de masas y capaz de colgar, por sí solo, el cartel de «no hay billetes», al que dispensó el salvoconducto de la puerta grande con la desorbitada cifra de cuatro orejas. Su primero, un astado de embestida rebrincada y carente de poder, sólo le permitió lucir el arrebato del postrero arrimón, mientras el sexto, sin fuerzas ni trasmisión alguna, configuró el contexto propicio para que el peruano ejecutara multitud de pases con extrema quietud a media altura, aún sin salir de los parámetros de lo previsible y del sopor. Menos suerte tuvo Manzanares, que ante un primer enemigo que derrotaba y tendía a quedarse corto, insistió y consintió hasta extraer alguna tanda de mérito. Sin apenas recorrido y con asidua pérdida de manos, el quinto prodigó acometidas mortecinas, con las que el alicantino careció del prudente sentido de la medida. Y así se ponía fin a una Feria del Caballo que ofreció la feliz noticia de los casi llenos en sus dos primeras funciones y el rotundo «no hay billetes» en el festejo del sábado.

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