La hoja roja

Vivir al este del Edén

La leche cruda, el movimiento antivacunas, las terapias alternativas a la medicina, y hasta las teorías de que la Tierra es plana no son más que una vuelta de tuerca más al tornillo que hemos perdido por el camino

Yolanda Vallejo

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En mi casa pasamos el sarampión todos los niños a la vez; los que ya vivíamos dentro y algún agregado al que trajeron para que pasara la enfermedad con nosotros. Nos vistieron de rojo, porque ese era el color que «absorbía» la erupción de la enfermedad y estuvimos algo más de una semana entre libros y dibujos animados, en un ambiente como de puticlub barato –perdón por la expresión, pero no se me ocurre otra mejor– con unos trapos colorados tapando las lámparas.

Hasta 1978 no se inició la vacunación contra el sarampión en España, y para esa fecha ya habíamos pasado todas las dolencias «clásicas» de la infancia de entonces, con el mismo procedimiento de cama común. El sarampión, las paperas –que pese al fantástico método de ayuntamiento entre hermanos y primos, pasé muchos años más tarde, y mucho más mayor– y toda la gama de enfermedades exantémicas, a saber, varicela, escarlatina, rubéola más toda clase de «lechinas»que era como se llamaba a cualquier erupción cutánea por aquel entonces.

Mucho soplarse las ronchas, mucha talquistina y salir de la cuarentena cuando ya no quedaba rastro sobre la piel, «en la seca es cuando más contagia», decían las madres de ‘Cuéntame’. No nos ha ido demasiado mal, creo.

En aquel tiempo la leche se hervía –se cocía– religiosamente en unos cacharros de aluminio esmaltado que tenían una tapadera con boquetes. La leche debía subir tres veces antes de retirarla del fuego, aunque casi nunca daba tiempo a hacerlo bien y terminaba derramada por todos los fogones, dejando un olor insoportable –al menos a mí siempre me pareció insoportable– y un enfado considerable en las madres que debían recoger el desaguisado lo antes posible para que aquello no se cuajara y convirtiera la hora del desayuno en una tragedia. Luego vendría la leche en bolsas pasteurizada –no uperisada, aún– que aunque también se hervía, no dejaba el rastro de nata espesa ni el bigote ni por supuesto en la superficie de la cocina, lo cual siempre era de agradecer. Lo del tetrabrik es tan reciente –hasta mediados de los 80 no nos familiarizamos con su uso– que no tengo memoria histórica para narrarlo.

El caso es que toda mi generación puede contar una historia parecida. Nos vacunaron, claro está, pero de cosas como la polio, la tuberculosis o la viruela –que dejaba una cicatriz horrible en el brazo, de la que afortunadamente me libré–; enfermedades que ya entonces estaban casi erradicadas pero cuya vigencia en el calendario de vacunaciones las hacía obligatorias y preceptivas en aquellos años.

Bebíamos agua de grifo, sin campañas ni dinero público de por medio, y hasta de las fuentes de la playa pegando mucho la boca al pitorro –imagino que el pitorro tendrá un nombre menos vulgar, pero nunca lo usé–; nos sonábamos los mocos en delicados pañuelos con frases, reciclábamos las botellas de cristal de la cerveza y de los refrescos –Robert de Niro en ‘La Misión’ siempre me recordó a mi hermana con la chivata llena de quintos, camino del almacén–; vendíamos el papel y los cartones, nos daban Aspirina infantil a la más mínima de cambio, y hasta veíamos normal que nos enjuagaran el pelo con vinagre porque decían que aportaba mucho brillo a las melenas. No nos pasó absolutamente nada. Al menos nada que haya dejado un rastro visible.

No tardarían en llegar el progreso y todo lo demás. Lo desechable, lo estéril, lo envasado, lo de un solo uso, y el efecto kleenex, en el que criamos a nuestros esterilizados hijos sin postillas ni piojos, sin sarampión ni pijamas encarnados. Tampoco es que les haya ido mal. A cada generación le toca lo que le toca y es inútil nadar contracorriente.

Hasta que llegó Adán de nuevo por el paraíso. Y de pronto nos hizo ver lo saludable que eran las nueces, las bayas de goji; lo magnífico que era para la piel el jabón Lagarto y el bicarbonato para los dientes. Llegó este Adán de la nada, a contarnos lo guay que era el reciclaje, lo moderno que resultaba heredar la ropa de antepasados –vintage, todo era vintage– lo contaminante de los productos de «higiene femenina» –le ahorro el recordar la propuesta de la CUP– y lo saludable que era la cocina de la abuela. Como si ninguno hubiésemos pasado por ahí.

La leche cruda, el movimiento antivacunas, las terapias alternativas a la medicina, y hasta las teorías de que la Tierra es plana no son más que una vuelta de tuerca más al tornillo que hemos perdido por el camino. Un camino que cada vez nos aparta más de la realidad, y nos acerca más a Gilead, el lugar de donde viene Pablo Casado, donde ya estaban instalados Pablo Iglesias y las alegres muchachas de la CUP –venga, se lo digo, esponjas menstruales es lo que proponían para salvar al medioambiente–y a donde muy pronto se mudarán Pedro Sánchez y hasta Albert Rivera, si nada lo remedia. A cada generación le toca lo suyo. A la mía le tocaron los sarpullidos y los trapos colorados. Y nos inmunizaron ante tanta tontería. Quizá por eso, ahora vivimos al este del Edén, que por cierto, es donde mejor se vive.

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