Montiel de Arnáiz

La Virgen de Idomeni

David S. planteó escribir sobre el Alcalde-Penitente de la Corporación y su mater amabilis pero no me apetecía

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David S. planteó escribir sobre el Alcalde-Penitente de la Corporación y su mater amabilis pero no me apetecía. El rostro de la pálida princesa sin reino alejada de su habitación de arco iris por un aquelarre terrorista, su mirada triste de virgen triste, me tentaba más. Puede que la niña no fuera inmigrante ni emigrante, siria o turca. Puede que ni tan siquiera fuera niña. Puede que se me encogiera el corazón con su pupila pura que no entiende nada, no sé. Que a Cuba vaya Michelle Obama a degustar Ribera del Duero días antes de que los Rolling Stones aterricen con la lengua fuera me importa menos que poco, la verdad, pero el mirar de esa pequeña amazona, doliente e implorante, sí que lo hace porque en cada niña abandonada en la aduana, en cada pequeñuela huérfana que nos exhibe impúdicamente la televisión, veo los ojillos limpios y tristes que pudieran ser de mi hija como pudieran ser los míos si unos desgraciados sin alma –o al menos sin nuestra alma de hoy–, unos asesinos revestidos y envueltos en la bandera de una causa ‘noble’ se inmolaran frente a una cola de aeropuerto en Bruselas.

¿Hablamos de Daesh o de los F16? ¿Hablamos de justicia o de venganza? Lo hacemos de refugiados y de homicidas, de morir por acción o por omisión, del opio y el odio del pueblo, precisamente un Domingo de Resurrección. La niña, los ojos, la virgen, la Virgen, los voluntarios que se congelan en las ciénagas de Idomeni y los inocentes que fallecen en Bagdag o en Bruselas o en donde sea que los maten. ¿Cómo voy a querer escribir de localismos, de imbéciles, feministas e hipócritas, sabiendo que hay una niña que mira como mira esa niña virgen –pero virgen virgen, pura de oliva– en la frontera de la desvergüenza de una Europa que mira intranquila sus lindes, que ve morir mareas de gente, que inmisericorde oye llorar a sus hijas adoptivas? Nada preocupa a según quién salvo que exploten los santos y los palios como (no) narró Juan Bonilla en su ‘Nadie conoce a nadie’. Que llore el mundo, mucho. Y las niñas huérfanas, también. Por eso, David, no apetece. Por uno de los muchos sinónimos de vergüenza que existen: por pudor.

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