OPINIÓN

Tengo un bicho en el cuerpo

No hay inteligencia que pueda dar el nombre exacto de las cosas, de las emociones que se sienten cuando acaba el Carnaval

Tenía hambre la Muerte esta semana y pasó muy cerca, llevándose una dolorosa prenda casi a diario, Muerte Carníval , dispuesta a no hacer tratos ni concesiones, en vuelo rasante, igualándonos a todos «no se salva nadie de este criadero», Eduardo López-Vegue, Paco Rodríguez “El Jardi”, Pepe Cervantes, Jose Pedro Pérez-Llorca, Pilar Paz Pasamar … También esta semana la aurora amaneció a una nueva vida «Tacita de Plata es su cuna y su nana carnaval», y las mujeres salimos a la calle para volver a recordarle al mundo que si nosotras paramos se alteran todas las leyes de la física y el mundo se para, «a ver si te enteras, machito de turno» que ya no estamos dispuestas a ser «esclava para una sociedad el hombre hizo pa el hombre».

Esta semana se disolvieron las Cortes Generales después de que Pedro Sánchez, incapaz de sacar adelante los presupuestos convocara las elecciones más esperadas de la democracia actual «al político español se le acusa de ladrón, de corrupto y sinvergüenza» y ha vuelto Él , el catequista Iglesias después de su baja paternal dejando su refugio de Galapagar «en un pueblo madrileño al pie de la montaña, vive vuestro amigo Pablo» para tranquilizar a las masas. Vuelve. Él. Y siguieron los juicios del procés, aquella pantomima escenificada «pa convencer a un pueblo de una votación igual de falsa que to sus promesas». Y hasta hemos conocido un plan de evacuación por si acaso nos viene el tsunami, que no nos coja desprevenidos, «maricón el último».

Todo esto ha pasado mientras usted, metido en una burbuja, apuraba la última copa, robándole horas al sueño para regalársela a sus propios sueños «como si la vida fuera un carnaval», como si la «arruga navegante», «borracha de tristeza» se estuviera despidiendo para siempre. Como si fuera necesario respirar todo el oxígeno de golpe para poder aguantar la respiración, tapándose la nariz, el resto del año.

Hay quien dice que es la noche más triste del año . La del último domingo de Carnaval, la que casi huele a incienso y a arrepentimiento, la que va sonando ya a penitencia, a ayuno y a abstinencia –aunque aquí estamos acostumbrados a las tres cosas y no precisamente por devoción, sino por obligación-, la que va recogiendo los restos de un naufragio que nunca nos deja del todo a la deriva, porque nos devuelve cada año a la orilla misma de nuestras fatigas cotidianas. La que nos recuerda que si alguna vez fuimos polvo, seríamos, sin duda, polvo enamorado.

No es fácil de explicar, porque no hay inteligencia que pueda dar el nombre exacto de las cosas, de las emociones que se sienten cuando acaba el Carnaval . Usted lo sabe, y yo lo sé, y lo saben los que vivimos entre estas cuatro esquinas donde el aire siempre se nos antoja conocido, pero no sabríamos ponerle letra a ese soniquete que se nos enreda en el oído y juega con nuestros pensamientos y nos sale por los poros de la piel en cualquier momento, incluso en el más inoportuno, «a mí me gusta el taichí, pero soy carnavalero, me gusta más el taichí-tatachín-tataratachero».

Por eso cada año, el último domingo de Carnaval, más que una despedida, es una rendición. Me rindo, me entrego a la rutina del resto del almanaque, me mimetizo con los no sé cuantos días que quedan para las elecciones generales, y para las municipales, y para el cambio de hora, y hasta para la primavera. Me camuflo entre la gente y vuelvo a las costumbres de todos. A pagar facturas y a rezarle al monedero. A que los días sucedan a las noches, y a los días, y a las noches, y a los días. A dormir con los ojos abiertos y a cerrar los ojos para no ver como se desintegra el mundo que una vez fuimos capaces de construir.

Y por eso cada año, el último domingo de Carnaval se empeña en recordarnos que, si alguna vez el mundo se hizo en siete días, a nosotros nos basta con ocho –“la vida son ocho días a este lado del mar”-, para desmontarlo y volverlo a hacer, de arriba abajo, nuevo, cada febrero, cada año, cada Carnaval. Ocho días, en los que no importan las manifestaciones, ni los gobiernos, ni los juicios, ni la muerte, ni la vida. Ocho días.

Porque llega luego, la realidad, -“ha sonado el yunque”- que nos devuelve a las preocupaciones, a los desvelos, a los telediarios, a la telaraña de las redes sociales, a los números, a los dolores, al despertador que suena siempre a la misma deshora, a los niños, a las prisas, al carro de la compra que nunca se llena del todo, “al conjuro del puchero”, a los favores, a los sinsabores, a la vida disfrazada de persona formal y trabajadora.

Pero no se equivoque. Puede que usted y yo no sepamos cómo decirlo pero sí sabemos que el resto del año, el que le mira desde mañana mismo en el espejo dura muy poco, y lo sé porque aunque este Carnaval “se acabó”, no tengo ninguna duda, Yo “tengo un bicho en el cuerpo”, esperando que llegue otra vez febrero.

Y usted también.

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