Yolanda Vallejo - HOJA ROJA

El tejido del tiempo

Los dioses, en general, suelen llevar bastante mal que los humanos intervengan en sus planes.

Yolanda Vallejo
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Los dioses, en general, suelen llevar bastante mal que los humanos intervengan en sus planes. Es mucho más cómodo marcar distancias, unos allí arriba, en cualquiera de sus Olimpos, y los otros aquí abajo, en la ciénaga del día a día, sin levantar la vista de la rutina. Solo de cuando en cuando, y casi por capricho, por pura y perversa diversión, los dioses hacen creer a los humanos que alcanzar la divinidad es posible. Y cada cuatro años –o cada menos, ya ven, que todo puede darse tratándose de deidades– juegan a invertir los papeles. Dioses por un día, podría ser el nombre del juego, un juego en el que, de manera deliberada, no quedan demasiado claras las reglas ni las instrucciones, porque al fin y al cabo, en las cosas de los dioses no deben meterse los humanos.

Y así, cada cuatro años –tipo olimpiadas, que para eso vienen de donde vienen– nos hacen creer que somos dueños de nuestro destino, y que tenemos capacidad de intervenir en el tejido del tiempo. Como Aracné, a la que Palas Atenea castigó convirtiéndola en araña por haberse atrevido a retarla, después de que la diva la invitara a hacerlo. Ahí lo tienen. Los dioses juegan con nosotros, y hasta nos saludan por la calle, llegado el caso, pero llevan el castigo escondido en la manga. Y es ahí donde, ni usted ni yo, podemos hacer nada. Unos arriba, y otros abajo. Por mucha verbena de la democracia que organicen para nosotros.

Esta vez, los dioses se han pasado de la raya. Nos hicieron una jugarreta gorda en diciembre, ya lo sabe, cuando incumplieron descaradamente su parte del trato. Nosotros hicimos nuestra parte, votamos y ellos no hicieron nada por ponerse de acuerdo y formar gobierno. Y se inventaron una nueva regla de juego, el segundo tiempo, la repetición de unas elecciones con los mismos candidatos, los mismos programas –o no, pero da igual, porque al final sí que serán los mismos–, y las mismas intenciones. ¿Qué más da lo que digáis, pequeños mortales?, se jactan los dioses, si no sois más que muñequillos de barro a los que en cualquier momento podemos pisotear y modelar a nuestro antojo.

Porque en eso se ha convertido la política en este país. La corrupción era tanta que ha terminado por pervertir el sistema electoral. Da prácticamente igual lo que usted vote, da lo mismo que lo haga con el corazón o con la cabeza, o con la punta del pie. Su voto, mi voto, sólo servirán para que los dioses vuelvan a representar la misma salmodia; para que sumen y resten nuestras ingenuas papeletas, y hagan y deshagan lo que les parezca. Piénselo fríamente. Votemos a quien votemos, nuestra voluntad ya ha quedado diluida en la pócima que alimenta las vanidades de los dioses. Ni siquiera nos dejaron la opción de ser Aracné y tejer nuestro tiempo, sino que nos obligaron a ser Penélope, a tejer y destejer cada día lo mismo, a esperar y desesperar cada madrugada. Sentados siempre al borde nuestro propio abismo. Condenados por unos dioses crueles e incestuosos, capaces de vender a su propia madre por un plato de poder.

No me haga mucho caso. No me he levantado muy optimista, como puede ver. Entre otras cosas, porque he jugado muchas veces a este juego y los dioses nunca me dieron la más mínima ventaja. Ellos decidieron siempre por mí, y muchas veces me devolvieron a la casilla de salida, como a usted. A empezar de nuevo, a tejer de nuevo el tiempo. El eterno retorno, el día de la marmota, el show de Truman… lo de siempre. No por eso vamos a dejar de jugar, al fin y al cabo, es la única relación posible con estos dioses de pacotilla. Hoy, de nuevo, jugaremos.

Iremos a votar, posiblemente votaremos la segunda legislatura más corta de nuestra historia democrática –la primera nos supo a poco–; posiblemente se repitan –nada me gustaría más que equivocarme, se lo digo en serio– los resultados de las últimas elecciones, posiblemente las cifras no cuadren y las letras no sirvan para construir palabras; posiblemente mañana será otra vez hoy o ayer. Nunca se celebraron en este país unas elecciones con menos ganas, con menos ilusión.

Y aún así, iremos a votar. Porque a estos dioses hay que plantarles cara, aunque nos intenten convertir en arañas, aunque nos castiguen para la eternidad devorándonos el hígado como a Prometeo, aunque nos condenen a cargar con todo el peso de su inoperancia. A estos dioses hay que decirles, de una vez, que podrán jugar todo lo que quieran –o lo que puedan– con los desgraciados mortales, pero que aquí, somos nosotros los que tejemos nuestro tiempo, y tal vez, el de todos ellos. Y alguno tiene ya los días contados.

Los dioses, en general, suelen llevar bastante mal que los humanos intervengan en sus planes. Hagámosles creer que aceptamos las reglas del juego. Esta noche, mientras el Cádiz se juega el ascenso, cuando todos los dioses salgan al balcón del Olimpo, a decir que han ganado –todos ganan, siempre–, y que se ha vuelto a conjurar la fiesta de la democracia, y que el pueblo ha dado una lección de madurez, y que las urnas han hablado, yo estaré sacando mis agujas y mis ovillos, y usted debería hacer lo mismo.

Nos queda tanto por tejer…

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