Ramón Pérez Montero - Opinión

Odio

Apenas entras en los cotubernios digitales el aroma del odio te asalta

Ramón Pérez Montero
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Se le tiene por un atributo de la voluntad humana, pero más bien debería ser considerado un síntoma de salud social. Igual que la fiebre se manifiesta en los procesos infecciosos, o de la misma forma que el humo negro por el escape nos habla a las claras de una mala combustión del motor de nuestro vehículo, el odio es claro indicador del estado enfermizo de nuestra sociedad.

Actualmente, las redes sociales funcionan, en este sentido, como buenos termómetros para calibrar los niveles de esta calentura que no solo afecta a los órganos vitales del Estado, sino que se extiende imparable por todo el tejido social. Apenas entras en cualquiera de estos contubernios digitales el aroma del odio te asalta igual que el olor de la humedad se manifiesta, apenas abres la puerta, en una casa deshabitada.

Esto resulta más preocupante que la propia animadversión de la refriega política. Los que viven en el barro de la contienda permanente saben que están escenificando comportamientos exigidos por el guión y, en condiciones normales, el poder corrosivo del odio encuentra sus diques más que en lo que los propios actores dicen, en aquello otro que habitualmente callan.

En estos tiempos difíciles, un compañero de partido ya no se contiene y agarra de las solapas a su propio líder o, en un debate parlamentario, se siente la vibración del odio en las miradas que intercambian quienes lleva y no llevan corbata en el estallido de una acusación sobre empleo de la cal viva.

La española, en estos momentos, es una sociedad enferma. La escalada del odio así lo confirma. La crisis ha dejado de ser solamente económica y afecta ya a nuestra convivencia diaria. Reconocer la infección es paso indispensable para atajarla. Sobre todo cuando el proceso afecta ya a aquella parte de nuestro tejido cerebral donde el nacionalismo se impregna del fanatismo propio de los credos religiosos.

El creyente nacionalista piensa que tiene el monopolio del odio para usarlo en contra no sólo de quien, a su juicio, atenta contra su sagrada nación, sino también contra quienes, según ellos, se comportan con intolerable tibieza en defensa de la patria. El creyente nacionalista unta el filo de su espada con el veneno del odio y ataca ignorando, o queriendo ignorar, que su contrincante también hizo lo mismo.

El odio alimenta al monstruo del odio que excreta toneladas de odio. La gente normal, que en condiciones normales se dedica a ‘colgar’ en las redes sociales recetas de pasteles, sus selfies de fin de semana o el vídeo con la última gracieta de su chucho, instila ahora todo el odio del que se siente capaz cuando denuncia los comportamientos corruptos de los poderosos, cuando señala la complicidad de la clase política en cada latrocinio, cuando asistimos a la demonificación de los jugadores del equipo contrario, cuando el tatuaje en el bíceps de un legionario se erige en salvífico emblema de la patria.

Quienes aún no hemos terminado de pagar la última factura del odio resuelto en una guerra civil, debemos resistirnos a no dejarnos arrastrar por el turbión del odio que incita al odio para continuar arramblando con nuestra convivencia. Hagamos oídos sordos a quienes, infectados por el odio, se dedican a diseminarlo con la rabia del perro que muerde movido por la propia enfermedad. Vamos a tomarnos el analgésico de la prudencia o llevemos el coche al taller en cuanto veamos salir humo negro por el escape.

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