Hoja Roja

La misión

«Todo lo fiamos a ese pequeño aparato que ya forma parte de la anatomía humana...»

En un mundo con las neuronas atrofiadas como el nuestro, lo normal es llevar la memoria fuera del cerebro. A ser posible, en un dispositivo móvil de altas capacidades y que pese poco, desde donde decidir qué es lo importante y qué es lo que no; o, mejor dicho, dónde dejar abandonada nuestra capacidad de decisión y de control. Que decida el móvil; que decidan las redes sociales, que seleccionen los algoritmos qué nos conviene y qué no. Que se apague el universo y que brillen las pantallas leds mientras grabamos en una tarjeta lo que somos incapaces de retener en el hueco que nos queda entre el frontal y el occipital. Todo lo fiamos a ese pequeño aparato que ya forma parte de la anatomía humana. Total, si estamos destinados genética y antropológicamente a perder la memoria, que sea, al menos, de manera consciente.

Haga la prueba, o mejor, busque en su teléfono móvil algo así como «gente en los museos», verá que llevo razón. Nadie mira los cuadros si no es a través de su pantalla, y lo que es peor, alguno, incluso, capturan imágenes de Google de los mismos cuadros que tiene a un metro de distancia, para compartir en las redes. Una locura, dirá usted. Sí, pero siga haciendo la prueba. En los bares, todos andan ocupados en sacar fotos de los platos antes y después de engullirlos; en los exámenes hay quien dispara y captura –la terminología dice también mucho-, no hay atardecer sin foto, y tampoco sirven de nada los besos si no acaban inmortalizados en algún cajón de nuestro móvil. Vaya a la fiesta de fin de curso de su hijo o hija –que no se me pase por algo nunca la corrección- y observe, no hay nadie mirando a las criaturas, sino grabando de manera compulsiva –y molesta, que de todo hay- para subirlo antes que nadie al maravilloso mundo de fantasías «This is my life» en el que todos nos hemos instalado. Y quien dice museo, quien dice tiernos bailes colegiales, dice vacaciones o dice cualquier actividad más o menos humana.

Lo que no se ve a través de un móvil, no existe. Hasta ese punto hemos llegado y lo que no cabe en un tuit, no tiene cabida en nuestra estrecha cartografía sentimental. Todo se mide en «likes» y en «RT» y ya da igual lo del color con que se mire, porque esta ficticia «verdad» solo tiene una cara. La que primero nos llegue, convirtiendo en máxima aquello de que el que pega primero, pega dos veces.

Esta semana lo hemos visto. No, no volveré a hablar del uso pernicioso de las redes, ni de las «fakes». Le hablaré de algo mucho más espeluznante. Le hablaré del poder absoluto que hemos otorgado a la imagen, que ya no solo vale más que mil palabras, sino que se ha convertido en idolatría pura y dura. El debate a cuatro del pasado miércoles tuvo mucho de eso; ni estaban todos los que son, ni eran todos los que estaban, pero nuestra memoria externa -la del móvil- nos obligó a borrar y a abjurar de la realidad. Verá. En 2015, hace tanto y tan poco tiempo, la APDHA organizaba, con la UCA, por primera vez en nuestra corta historia democrática, un debate abierto a la ciudadanía -bajo el título «¿Para qué nos pedís el voto el 24 de mayo?»- al que fueron invitados los siete aspirantes al sillón de San Juan de Dios, alguno de ellos sin experiencia política, alguno sin que los conocieran más que en su casa a la hora de comer y alguno con clarísimas opciones dado el panorama municipal que teníamos.

Se iniciaba así una nueva época preelectoral. Lejos quedaban los mítines, las pegadas de carteles y los programas impresos en colorines. El pueblo -como en la Roma de Nerón- quería sangre y la sangre la quería en la arena. Móviles retransmitiendo cada movimiento, reproduciendo cada frase lapidaria y fotos, muchas fotos. Empezábamos a fiarnos de la imagen. Cuatro años después, el debate se repite, pero el esquema es otro. No interesa la pugna política, ni las propuestas y por eso solo fueron invitados cuatro de los partidos que optan a la alcaldía, «al debate han sido invitados los candidatos de los partidos con representación en el Ayuntamiento: Adelante Cádiz, Ciudadanos, PSOE y Partido Popular», decía la invitación, obviando dos cosas esenciales. Las primera que Ciudadanos, a día de hoy, no tiene representación en el Ayuntamiento ya que sus dos concejales dejaron de representar al partido; y la segunda, y más importante la «representación el Ayuntamiento» no daba opciones a otras opciones. Daba igual. Seguían los móviles escupiendo fotos y dando titulares. Es lo que importa. No hace falta tener memoria.

Menos mal que existen todavía movimientos de resistencia que tienen como misión recordarnos que un día fuimos seres inteligentes. Esta semana, también, se despedía de los escenarios Ennio Morricone que a sus noventa años es responsable de gran parte de la banda sonora de nuestras vidas, y responsable, además, de que me haya reconciliado -un poco, no mucho- con nuestra especie. En las más de dos horas y media que duró el concierto, Morricone, sin pronunciar una sola palabra, consiguió que se apagaran los móviles, que nadie echara mano de su memoria de bolsillo y que la única vibración en el aire fuese la de las emociones que produce la música.

Ojalá fuese todo tan fácil. Pero me temo que es una «misión» imposible.

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