OPINIÓN

Lenguaje de signos

El efecto demoledor de las redes ha convertido el gesto de las manos de Pedro Sánchez en el disparate nacional de los últimos días

YOLANDA VALLEJO

A Kurt Tucholsky se le atribuye lo de «una imagen vale más que mil palabras», una frase hecha que, a decir verdad, calificamos siempre de «proverbio chino» porque le da como una pátina de sabiduría oriental que, si bien no le aporta credibilidad, al menos nos descarga de tener que dar explicaciones. Porque una imagen no siempre vale más que una palabra, pero reduce tanto el campo de la connotación que, sin remedio, todos caemos en la tentación de santo Tomás, «si no lo veo, no lo creo». Así que, al final, el poder de la imagen se impone al de las palabras, sobre todo por la facilidad con que el viento se las lleva y por lo barato que sale lo del «donde dije digo, digo Diego».

De esta manera, todo se reduce a un lenguaje de signos, señales y símbolos que van sustituyendo a la palabra en la configuración del imaginario colectivo. Comunican lo mismo – quizá más– y sirven para identificar de una manera aséptica y clara el mensaje discursivo. Basta un simple ejercicio de memoria imaginativa para visualizar desde la caída de Roma en Peter Ustinov tocando el arpa, al drama de los refugiados en el cuerpo sin vida del pequeño Aylan. El poder de la imagen, dicen, y será verdad.

Del gobierno de Rodríguez Zapatero recuerdo muy pocas cosas, afortunadamente –mi nómina sí que se acuerda a menudo de él, y de sus antepasados– pero si hay algo que me impactó fue aquella comparecencia, casi sin palabras, el 14 de marzo de 2004 después de la victoria electoral, «lo primero, –no es textual– los soldados a casa», un signo visible de algo invisible –como los sacramentos– pero que calmaba los ánimos de un país roto apenas tres días antes, por el peor atentado islámico sufrido en Europa. Luego Zapatero rectificó, y mandó incluso más soldados a Afganistán, pero daba igual; el signo de los nuevos tiempos ya estaba grabado a fuego en la ciudadanía.

Algo así pasará con Pedro Sánchez. Y no solo con el Aquarius –hay veces que Dios viene a ver incluso a los que no creen en él– y con su generoso ofrecimiento humanitario. El impacto visual del barco con seiscientas treinta personas a bordo –muchas menos de las que llegan semanalmente a nuestras costas, por cierto– atracando en el puerto de Valencia, con casi doscientos medios de comunicación acreditados como testigos, quedará para siempre en la memoria sentimental de este país. Y no ha sido el único, de momento. Las manos del presidente «que marcan la determinación del gobierno» –o eso dicen–, en Twitter forman parte de una estrategia de comunicación encaminada a visibilizar de alguna manera la poderosa simbología creadora de las manos, presente en todas las civilizaciones y en todas las religiones; aunque el efecto demoledor de las redes haya convertido el gesto en el disparate nacional de los últimos días. Las redes, dicen, las carga el diablo, quizá por eso nos atrapan a todos.

La siguiente imagen, el siguiente signo, se sitúa en el tétrico Valle de los Caídos y parece que antes de lo que esperamos, el dictador saldrá de allí para cerrar de una vez por todas, la herida histórica de este país. El Valle de los Caídos, que con toda su carga emocional, forma parte del Patrimonio Nacional al mismo nivel que los Reales Alcázares de Sevilla –al mismo nivel, insisto; eso sí que es un escándalo–, es un monumento horroroso, con unas esculturas horrorosas dignas de cualquier pasaje del terror de feria de pueblo, que cuesta al Estado casi dos millones de euros al año y que no está precisamente entre los más demandados por los turistas. Nadie lo echaría de menos si lo cerraran, o quizá sí. Porque más allá de lo que alberga en su interior, más allá de las connotaciones políticas que sugiere, el Valle de los Caídos –con Franco incluido– es el icono de la vergüenza española; el símbolo de lo que fuimos, del escarnio que los cuarenta años de dictadura hicieron en este país; un signo, al fin y al cabo, de nuestra memoria histórica.

Antonio Machado, republicano convencido, salió de España en enero de 1939; un mes más tarde moriría en el exilio más absoluto en Colliure, fiel a sus ideas, fiel a su bandera, fiel a su país. Allí está enterrado, y allí debe permanecer para que las generaciones venideras sepan lo que pasó. Su tumba en tierra extranjera es, como afirmaba Alfonso Guerra, «testimonio de la historia de nuestro país. Como uno de los más grandes poetas y filósofos ha de morir fuera de su país, por la intransigencia, por la barbarie del exilio». Nuestros hijos tienen que saberlo, igual que deben saber que García Lorca anda –o no– por alguna cuneta, y que Franco, el dictador, se construyó un mausoleo tan desproporcionado como el personaje. Un mausoleo que parece una parodia del régimen.

Sacar a los muertos de sus tumbas no es una buena idea; sea quienes sean los muertos. La historia hay que contarla tal y como fue, con sus luces y con todas sus sombras. Tal vez la losa de 1500 kilos que cubre la tumba de Franco no sean suficientes para enterrar el pasado, pero sí lo son para que entendamos –y no olvidemos– de dónde venimos.

Y mientras el Valle de los Caídos siga siendo Patrimonio Nacional, todo lo que sea haga solo será simbólico. Como decía Kurt Tucholsky, «lo contrario de bueno, es buena intención». Y de buenas intenciones, está el infierno lleno.

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