OPINIÓN

Escándalo

Decía Javier Gomá, al que releo con frecuencia, que cuando una sociedad se escandaliza es que aún tiene vivo el ideal de la ejemplaridad

Yolanda Vallejo

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Decía Javier Gomá, al que releo con frecuencia, que cuando una sociedad se escandaliza es que aún tiene vivo el ideal de la ejemplaridad, que es lo mismo que decir, que cuando saltan las alarmas sociales es que no está todo perdido. Afortunadamente. Porque soy de las que aún piensa –quizá con algo de ingenuidad– que la mujer del César no solo tiene que ser buena, sino parecerlo; que candidato viene de cándido, que traducido resulta blanco, limpio, sincero y leal; que los cargos públicos nos representan y por tanto en ellos tenemos delegada nuestra voluntad; y que un solo ejemplo vale muchísimo más que todas las declaraciones hechas ante los jueces de este mundo y del otro. Qué le voy a hacer, pertenezco todavía a una generación que creía y confiaba en la política como herramienta para cambiar las cosas. A una generación que votaba, no de manera sectaria sino responsable, más allá de los colores y de las siglas.

A una generación que paralizó el país el 14 de diciembre de 1988 contra la reforma del mercado laboral prevista por el Gobierno de Felipe González, la misma generación que en 1993 castigó de manera implacable –e impecable– al partido socialista por los casos de corrupción. A una generación que, sin embargo, ha visto desmoronarse el sistema de garantías públicas, ha visto cómo se vaciaban sus bolsillos para que se llenaran los de otros, y ha soportado con estoicidad la crisis, llegando a asumir su parte de culpa; ya sabe usted que los funcionarios nos llevábamos los folios a casa, y eso producía un efecto mariposa en la economía nacional que fue lo que nos sumió casi en la bancarrota. En fin.

Hemos visto, como el de Blade Runner, «cosas que vosotros no creeríais». Dinero en bolsas de basura, obras de arte en cuartos de baño, jaguares que pasaban desapercibidos en los garajes de las casas, cumpleaños privados pagados con fondos públicos, aeropuertos que nunca se usaron, mausoleos de ladrillo reventón, listas de siglas bajo las que se vislumbraban peces muy gordos, yernos de reyes cobrando su impunidad por despachos oficiales, subvenciones que nunca llegaron a donde tenían que llegar, sobresueldos, cuentas en Suiza, papeles en Panamá… La lista es tan larga que da vértigo mirarla hasta abajo del todo.

De pronto, la mujer del César podía ser o no ser buena, pero desde luego no lo parecía, y las vestiduras blancas –curioso que se vistan en las dimisiones y no en las investiduras– no servían ni para limpiar el polvo bajo las alfombras. Habíamos dado carta de naturaleza a la corrupción en todas sus variantes, y en todas sus variables, y casi nos parecía la cosa más normal del mundo. Corrupto se hizo el apellido más común del país y, al parecer, nos emparentaba a casi todos, que al final resultamos ser los más primos.

La noción de ejemplaridad –dice Gomá– no admite parcelación de la vida en los planos de lo privado y lo público. Cuando uno está al frente de las instituciones no puede tener vida privada, y si la tiene, tiene que ser similar y paralela a la pública. Una presidenta de una comunidad autónoma no puede ir por ahí robando cremas en un supermercado económico como si fuese una niñata, y encima decir que lo hizo de manera inconsciente, porque pierde todo tipo de credibilidad. Si estaba tan enajenada en el momento de echar los botes al bolso como cuando leyó el trabajo fin de máster ¿qué se podría esperar de su gestión al frente de la Comunidad de Madrid?

Porque el problema no es que Cristina Cifuentes hiciera un máster o que Ignacio Romaní leyera un tesis doctoral –entre usted y yo, si uno no se dedica a la investigación o a la docencia universitaria el título de máster y el de doctor sirven más bien para poco; le ahorraré el momento de tener que leerlo aquí– en tiempo récord, o utilizando atajos demasiado tortuosos. El problema no es que hayan utilizado recursos públicos presuntamente para obtener algún beneficio privado. El problema es la falta de ejemplaridad que se aprecia en la clase política.

A mí me daría vergüenza presentar una tesis doctoral con ciento sesenta páginas; tanta vergüenza como comparecer ante la Asamblea de Madrid y decir tan tranquila que no encuentro justificantes de haber realizado un máster universitario, y que si no hay otro remedio renuncio a él. Pero lo que más vergüenza me daría es mantener una farsa, sabiendo que todos saben que lo es. Porque eso no se llama posverdad, se llama poca vergüenza. Poquísima. Dimitir por dos cremas baratas y no hacerlo por sembrar la duda y desprestigiar a montones de estudiantes que se agarran a los estudios de máster por si la vida alguna vez es generosa con ellos, se llama escándalo. Y esto nos debería escandalizar.

Una comisión va a investigar las relaciones de la empresa Aguas de Cádiz con el director de la tesis doctoral del portavoz del grupo municipal popular. Una comisión de la que forma parte el propio portavoz municipal. Eso mismo, lo que usted está pensando: ¿quién vigila al vigilante?

Hay cosas que son legales, pero son inmorales. Todos lo sabemos. Como la sentencia en el juicio de ‘La Manada’. Tan escandalosa que duele.

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