Yolanda Vallejo - HOJA ROJA

Donde sale el sol

Mi vivo sin vivir en mí de esta semana, se debe, de nuevo a la programación de ocio municipal

Yolanda Vallejo
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Hay semanas en las que vivo sin vivir en mí, y la culpa no la tiene el mantra que repito con, cada vez más frecuencia, “esta no es mi vida”, toda una declaración de intenciones, un ejercicio de auto sanación ante los males que se nos avecinan cada mañana. Es, más que un mantra, una jaculatoria desesperada que me traslada, de inmediato, al lugar y el tiempo donde realmente quiero estar. Ejercicio más que recomendable, por otra parte. Pero a lo que iba; en esta ocasión, mi desasosiego vital no viene de la presión de horarios, compromisos, ocupaciones y listas interminables de cosas que sé que nunca haré. Tampoco tiene que ver -¡quién lo diría!- con la unanimidad del pleno municipal -impagable el “repita mirando a cámara”- en casi todo, o con que el agua que bebemos sea la más cara, y una de las más malas del país; y ni tan siquiera, viene provocado por el oráculo de la mochila de Moragas, que ya vaticinó la bochornosa debacle del Partido Socialista, mucho antes de que Pedro Sánchez existiera.

No. Mi vivo sin vivir en mí de esta semana, se debe, de nuevo a la programación de ocio municipal. Y es que hay cosas que nunca cambian, por mucho que pasen los años, y por mucho que el perro tenga una colección de collares donde elegir. Aquí me tiene, demasiado joven para celebrar la “Semana del Mayor”, y demasiado vieja –aún no me ofende el término- para dejarme engatusar por la cultura del país del crisantemo, me debato cada año entre los bailes agarrados y los talleres de katana; entre las excursiones y los desfiles de Lolitas quinceañeras.

Y es que, de las meriendas del Partido Popular a la “barra de precios económicos”, tampoco hay tanta distancia. Lo he dicho muchas veces, veinte años son muchos, tanto como para que los cincuentones que, hasta no hace mucho, criticaban el pan y circo de los abuelos de Teófila, sean ahora los que hacen cola para visitar Arcos o Tarifa, en un autobús subvencionado por los champús de conciencia más populistas. Tal vez nunca entendí por qué, para celebrar una semana dedicada a las personas mayores, tenían que hartarlos de comer, de bailar y de dar volteretas, como si la celebración del tiempo vivido implicara necesariamente una regresión a la pubertad. Habrá –estoy convencida- mayores que prefieran otro tipo de actividades, deportivas, literarias, musicales, gastronómicas..., e incluso habrá quien prefiera –estos serían de los míos- que los dejen en paz y no les anden “animando” la vida constantemente. Efectos colaterales del IMSERSO, tan nefastos como los de la LOGSE, ya le digo.

Porque si el exceso bullanguero del mayor me deslumbra, ni le cuento lo que me produce el despliegue del mundo nipón para jovencitos. Nunca he terminado de entender por qué, de pronto, nos entró este interés por Japón. Por qué, de la noche a la mañana, los disfraces de toda la vida se llamaban “cosplay” y por qué, lo que de siempre fueron dibujitos animados, pasaron a denominarse “anime” como si aquí todo el mundo se hubiese criado junto a la tristísima princesa Masako, que dicho sea de paso, es lo que más fascinación me produce de la movida japonesa.

El caso es que, como los bailes de los abuelos, lo del manga se ha hecho tradicional –tampoco es muy meritorio, aquí con dos ediciones seguidas, se valida el título- y de aquellas tímidas tardes en San Felipe Neri o en el baluarte de la Candelaria, hemos pasado a la celebración del FEMANCA –sí, son las siglas de Festival Manga de Cádiz, aunque suene fatal- en el castillo de San Sebastián, con un programa que va subiendo año tras año en expectativas en la misma proporción que en asistentes. No me malinterprete; cada uno que se divierta como quiera, pero yo, que lo más cercano a Japón que recuerdo es una absurda canción de Mecano –“entre miles de tornillos…”- vivo sin vivir en mí pensando en los “Talleres de vociferadores”, o en el taller para preparar la canción de Doraemon y concursar cantándola–a punto he estado de presentarme, que esa sí me la sé-, o en el de varitas de Harry Potter, ahora que ha salido a la calle la octava entrega, o el de ¡aviones de papel!… En fin. Es tanto lo que se puede hacer en el castillo de San Sebastián, que hasta bodas y bautizos se han previsto en el programa. Bodas y bautizos, como lo lee. Sin validez oficial, aclaran los organizadores, lo que me deja algo –no mucho- más tranquila, y vestidos del niño de la varita, de los ideólogos de Juego de Tronos, e incluso, de marciano de Star Wars.

Vivo sin vivir en mí, se lo dije al principio. Porque, a pesar de todo, me tienta mucho eso de celebrar una boda a lo país “donde sale el sol”, precisamente en el lugar donde más hermosos y espectaculares son los ocasos. ¿Ve? si es que enseguida me pongo poética…. O tal vez es que me voy acercando peligrosamente a la edad de los bailes con “barra de precios populares”. Quien sabe… lo mismo los frikis no lo son tanto.

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