HOJA ROJA

Dieciocho

Acompaña a los hijos medianos la leyenda negra de los celos fraternales, la del resentimiento hacia los padres por no prestarles la debida atención, y una malsana necesidad de reivindicar su sitio

Acompaña a los hijos medianos la leyenda negra de los celos fraternales, la del resentimiento hacia los padres por no prestarles la debida atención, y una malsana necesidad de reivindicar su sitio. No son el primero, con todo lo que eso implica en estos tiempos en los que la maternidad y la paternidad están tan sobrevaloradas, ni son los últimos, a los que, por aquello de la certeza cruel de que no se va a volver a pasar por el mismo sendero, se les suele consentir sin miramientos. Son los hijos de en medio, los que en virtud del perverso orden natural serán, para siempre, los segundones. Sus primeras palabras, sus primeros dientes, sus primeros pasos ya no vienen envueltos en el papel de la sorpresa, y casi con seguridad, no tendrán ni siquiera un lugar en la memoria histórica de la familia; tendrán siempre como referente un hecho acaecido en la vida de sus otros hermanos, todos recordarán que lo suyo fue entre este acontecimiento y aquel otro. En descargo de todo esto, existen estudios –posiblemente hechos por hijos medianos, para qué engañarnos– que los catalogan de personas emocionalmente fuertes, que los convierten en grandes negociadores, más creativos y proactivos que el resto de los hermanos, y con una gran capacidad de adaptación al medio. Supervivientes, casi.

Ella, sin embargo, vino al mundo para echar por tierra todas las teorías y a poner en cuarentena todos los estudios anteriores. Nadie la esperaba tan pronto –una mala tarde, una mala siesta la tiene cualquiera– y llegó sin hacer demasiado ruido, sin dar mucho que hacer, dormida y resignada a dejar todo su protagonismo a un hermano mayor demasiado pequeño todavía. Discreta. Suave, dulce, conciliadora, siempre la tortuga en la carrera de la liebre. Demasiado deslumbrados aún por el asombro del primer hijo, ella fue cediendo el espacio y el tiempo dando pasos tan seguros que su primer paso no estuvo precedido de grandes señales ni de eclipses solares. Un día se levantó y echó a andar, y siguió caminando mientras el mundo ponía los focos en otra parte. Siempre supo que las prisas nunca fueron buenas consejeras y aprendió pronto a no regalar su sonrisa más que a quien se la merecía, y a darle el uso preciso y correcto a cada palabra, aunque consiguió decir con claridad «cuatro» cuando ya tenía «cinco», y otro hermano pisándole los talones y confirmándola, para siempre, en su vocación de hija mediana. Nunca supo peinarse pero, sin embargo, desde muy pequeña lucía una cabeza tan ordenada que hasta aquellos primeros rizos dorados se retiraron para dar paso a una melena lisa y trigueña, serena, como toda ella.

Vino al mundo con el siglo, y con la promesa bajo el brazo de que el siglo sería suyo. Con la promesa de que no tendría que pasar miedo al volver a casa sola, con la promesa de que podría ser lo que ella quisiera ser y hacer lo que quisiera, con la promesa de que nada ni nadie la cuestionarían por haber nacido mujer. Vino al mundo con el siglo engañada, claro está, como todas las chicas de su generación. Y aún así, trabajó –como todas– el doble y ni el doble de trabajo la cansó tanto como para dar ninguna batalla por perdida. Así somos las mujeres.

Llegó la crisis cuando apenas alcanzaba a los pomos de las puertas y ni tiempo tuvo de saber que antes de cerradas, estuvieron abiertas. Y con la crisis, la promesa terminó donde terminan los sueños cada mañana. En el olvido. Y aún así, desafiando todo equilibrio siguió creciendo y creyendo en un mundo más justo, más igualitario, en un mundo en el que no tuviese que demostrar que también es la mediana. Donde nadie le dijese que era la segunda.

Pertenece a la generación Z, posmilenial o centenial, a la generación que nació después del milenio y que vive en las redes sociales volviéndole –aparentemente– siempre la cara a la realidad. No ve la televisión, y todo –absolutamente todo– lo que tenga más de cuarenta años le parece arqueología. Dice que no le importa la política, ni tiene interés en la economía mundial, ni siquiera hace planes para más de dos fines de semana seguidos. Gracias a la virtualidad tiene, como Roberto Carlos, más de un millón de amigos, pero su amistad es solo para unos pocos, y aunque ha pasado por el mundo, siempre le diré que el mundo –mi mundo, al que quizá no pertenece, ni quiere pertenecer– no ha pasado por ella, ni por ninguno de los jóvenes de su generación.

Hoy cumple dieciocho años, y la Constitución la reconoce como mayor de edad. Tan rápida pasa la vida que su habitación aún huele a juegos y tablas de multiplicar, y en el armario cuelgan todos los disfraces con los que engañó a la infancia; aún se entretiene inventándose canciones y renombrando continuamente todas las cosas, pero sigue siendo discreta, dulce, conciliadora, y además, la más valiente de la casa. La que nunca pidió nada a cambio, la que me heredó solo lo que se ve, la más parecida a su padre, la tortuga que le ganó la carrera a la liebre, la de la sonrisa tímida, la de la risa floja, la que siempre encontró justo la palabra que bastaba para sanarme en los momentos más tristes. Mi mediana. Mi niña. Mi mujer.

Felicidades, Yolandita.

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