José Landi - OPINIÓN

Cruz Verde

Apenas tendrá 50 metros cuadrados, como un partidito. Eso permite asociar ideas. Sus paredes de piedra son familiares para los que hemos vivido años en el casco antiguo

Apenas tendrá 50 metros cuadrados, como un partidito. Eso permite asociar ideas. Sus paredes de piedra son familiares para los que hemos vivido años en el casco antiguo. Los de cierta edad recordarán Casa Lucas y su arroz. O un rato de ilegales en penumbra. Quizás algún paseo de ida o vuelta a La Caleta. Por tamaño, ni merece llamarse plaza. Por esa razón, costaría entender Cádiz como ciudad. Paso por allí con frecuencia por una feliz cuestión familiar y, hace meses, se me figura como un estribillo triste de la ciudad. Una muestra. Un resumen mínimo y fiel de la isla restante.

Cada vez que paso me fijo en que sólo quedan negocios de esos llamados de conveniencia, de colores. Lo demás, cerrado. También hay una terraza que podría ser encantadora, como de pueblo italiano o griego. Parece vieja como todo allí. Sea o no. Nunca me da por sentarme. Imagino que espera turistas que no veo. Quizás no la encuentran. Tan lejos de la playa. A cien metros del mar. Siempre parece nublado allí. El suelo, como si lloviera cada hora. Anochece desde mediodía. Una mujer mayor, con piel de marino, tiene un roete color mármol: un monumento de dignidad y fuerza. Usa un carrito de bebé para vender el periódico: el objeto más melancólico del mundo. Muerto desde que nace. Ya sólo atractivo para los que se ven morir.

Casi todos los días hay mercancía expuesta en el suelo, sobre una tela, junto a una pared, con objetos inexplicables. Los mercadillos (aquellos cuya ubicación y licencias fueron polémicas e importantes hasta que dejó de interesar) me asombran por sus portadas insospechadas. ‘Las tres mosqueteras’ ví el otro día en un tierno VHS. O clics mutilados. Restos, lavados, de un naufragio parecen. Igual, lo son. Siempre me pregunto quién compra eso, cuánto vale. Fascículos de ‘Baloncesto según Díaz-Miguel’ o ‘Érase una vez el cuerpo humano’. En esos 50 metros cuadrados sin verde ni esperanza caben la ciudad y su cruz, con la vista perdida y la réplica rápida, con una montaña de carencias que nunca baja. Tan divertido e inocente ese Cádiz. Con una buena frase y una horrible cifra para todo, tan puro que por lo visto debemos añorarlo. Algunos siesos estirados, no. Soñamos con superarlo.

Pasan los años y allí sigue inmóvil. Los mismos achaques más el peso de los años. Mientras unos dicen todo lo bueno que hicieron ellos y estos dicen todo lo malo que hicieron aquellos, nada cambia. Ya nos hemos enterado de lo guarros que eran los pretéritos. Los contemporáneos parece que no saben qué decir ni qué hacer más allá de señalar con motivo. Y siempre los hay.

Allí se me aparece todo Cádiz. Le han cambiado el nombre. Ahora se llama como un comparsista, con gran talento para dejar himnos himnóticos, que se toma demasiado en serio. Siempre está enfadado. Como casi todos los autores de coros, comparsas y chirigotas. Da igual, nadie usa la nueva denominación porque aquí nos gusta lo de siempre. Como si fuera posible. Como si fuera soportable. Por allí, como por todo, lo nuestro es pasar.

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