Ramón Pérez Montero

Bueyes

Conozco a Ignacio desde que asomó su cabeza a este mundo

Ramón Pérez Montero
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Conozco a Ignacio desde que asomó su cabeza a este mundo. Hoy, veintitrés años después, está a punto de alcanzar su primera meta importante. Desde niño quiso ser veterinario y ahora toca ya ese logro con la punta de sus dedos. Mientras tanto, le roba tiempo a los libros para dedicárselo a unos animales que forman parte de sus sueños infantiles: los bueyes.

Desde muy pequeño vivió, en compañía íntima de su abuelo, el proceso de adiestramiento de los cabestros. De su abuelo recibió, junto con su nombre, un conjunto de enseñanzas que ha venido transfiriéndose de generación en generación durante miles de años. Esa cultura ancestral que logra, exclusivamente por medio de la transmisión oral, convertir a un animal en estado salvaje en un aliado del hombre en el peligroso manejo del toro de lidia.

Aprovecha, pues, los huecos que le permiten sus estudios para desplazarse a La Canaleja, finca en los aledaños de Medina Sidonia. Allí lo espera una reata de bueyes jóvenes compuesta por varios ejemplares de raza berrenda en ‘colorao’. Una vez concluido el proceso de doma serán trasladados a Francia, donde vivirán plácidamente el resto de sus días. Cuando Ignacio comenzó con ellos, eran animales que no toleraban la presencia cercana del hombre. Con la ayuda inicial de Domingo Flor, otro de esos hombres a los que la brega diaria ha dotado de la sabiduría y el temple necesario para manejarse sereno en la vida del campo, dio comienzo el largo desarrollo que logra la transformación de un animal receloso del trato humano en ese otro que acaba encontrándole significado a la palabra del hombre.

La doma del buey constituye uno de esos logros culturales humanos que deben remontarse cuando menos a los tiempos del Neolítico, cuando los hombres iniciamos el camino que nos ha traído hasta este orgulloso estado de civilización del que ahora, quizás con notorio grado de insensatez, presumimos. Esto quizás se nos escapa, pero en el proceso de adiestramiento del buey, el hombre doma al animal y, al mismo tiempo, también el animal domestica al hombre. Asistimos al enfrentamiento limpio entre dos formas de inteligencia en lucha por sus respectivas supervivencias. La inteligencia instintiva del animal que lo impulsa a destruir o a huir de todo aquello que interprete como una amenaza, la inteligencia cultural del hombre que trata de poner esa fuerza bruta a su servicio.

Se trata de una especie de simbiosis donde cada una de las partes aporta lo mejor de sí en beneficio del conjunto. El animal somete su fuerza ciega a los deseos del hombre, el hombre, lejos de ejercer cualquier tipo de violencia contra el animal, se esfuerza en comprenderlo hasta el punto de detectar rasgos individuales de comportamiento en cada animal. Una conformación psicológica en estado bruto que debe ser moldeada a base de paciencia y cariño. De ahí que la palabra suave y agradecida, la caricia constante, la repetición incansable del nombre de cada uno acaben convirtiéndose en los gestos casi rituales que conducen al milagro del entendimiento pacífico entre estas dos formas de poder. La imagen de los bueyes genuflexos en torno a la figura del domador constituye la escenificación final de este logro.

Ignacio ha aprendido esto de su abuelo y de Domingo. Ahora lo pone en práctica a diario con esos animales que pasarán a formar parte de su propio desarrollo humano. El hombre que susurra a los bueyes le habla a su propio corazón.

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