Opinión

Inocencia

«Tocaba mantener el tipo ante las preguntas indiscretas de los que estaban a puntos de descubrir el truco de la magia»

Antonio Ares

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Del tiempo al infinito sólo hay un pequeño espacio, y ese es el que nos toca vivir. Sólo basta con pergeñar una búsqueda de soslayo en lo eterno para que aquello que nos parece luz se convierta en la candidez y la inocencia de una mañana llena de ilusión y con sonrisas plenas. Puede que en el calendario existan días especiales, cada cual tiene los suyos, pero el consenso reúne a casi todas las personas de bien alrededor del 6 de enero. Un día ahíto de ingenuidad y pureza. Nada puede ser tan rutilante como las sonrisas de «esos locos bajitos» ante esos regalos a los que se arrojan con unas ganas descomedidas. Por un día, los que ya peinamos algo más que canas, sentimos en nuestro interior una especie de gozo que, sin querer, nos transporta en el tiempo muchos años atrás.

En lo más profundo nos encontramos con colas de infancia ávidas de color y villancicos. La marca de salida de la Navidad la marcó el Sorteo. Nada de guirnaldas y espumillones alargados que se remontaban al puente de la Inmaculada. El recuerdo, en forma de nebulosa, sitúa a cientos de niñas y niños frente a los pocos expositores que mostraban sus juguetes. El frío, gélido del sur, obligaba a ropa de abrigo, camiseta interior y enguatada, e incluso pasamontañas de fibra lanosa y rasposa. El vaho de la sorpresa se distribuía de manera homogénea en los escaparates que jalonaban las calles céntricas de la ciudad. Los anaqueles se distribuían de manera ordenada por sexos. A un lado coches de carreras, de bomberos y de policías, mecanos, bicicletas y balones. Al otro, muñecas de todo tipo con vestidos y abalorios, cocinitas y sus cacharros y cochecitos para ficticios bebés. En medio, algunos juegos de mesa con los Reunidos Geyper a la cabeza. Las cartas a Sus Majestades los Magos se escribían en papel fino de avión y su destino era Oriente.

Y llegaron los catálogos y ya las miradas se trasladaron a las grandes superficies que atiborraban los deseos más exigentes. Y la tropa menuda empezó a decir con insistencia «me lo pido». Ya veíamos con otros ojos la noche mágica.

Tocaba mantener el tipo ante las preguntas indiscretas de los que estaban a puntos de descubrir el truco de la magia. Noches de susurros y de pegatinas por todos lados, de rollos de papel de regalo, de montar casitas de muñecas y de colocar pilas de todo tamaño.

Y todo volvió a cambiar. Los deseos, en forma de carta, se convirtieron en virtuales. Incluso los más pequeños escudriñaban en las pantallas las prestaciones de los juguetes deseados. Las puntuaciones en forma de estrellas incitaban a ser incluidos en la lista de los suspiros. Una tropa de furgonetas cargadas de cajas repartía por doquier. Nuestros ojos habían dado un salto generacional, pero seguían detectando esa pátina de candor de aquellos a los que estamos obligados a malcriar, porque para educarlos están sus padres.

Seamos ingenuos por unas horas, cumplamos con nuestra obligación de ser inocentes, aunque sólo sea por un día.

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