Quedarse a vivir

El problema de vivir tanto tiempo en un mismo lugar es que cada hueco, cada callejón, cada banco de la plaza, cada terraza, local o bloque de pisos, rebosa. Está lleno

Álvaro Holgado

Cádiz

Llevo viviendo en la misma ciudad casi 15 años. Después de este tiempo de relación puedo decir que sí, que hay veces que la odio, pero la mayor parte de los días me da igual. Ni me percato ya de ella. Normal, supongo. Tengo la teoría de que las ciudades no son por sí mismas, sino que uno las construye y las moldea en la vivencia hasta hacerlas suyas. Como ocurre con todo lo que se acaba percibiendo como propio, pasados los años ya no hay juicios, sino aceptación. Aprendes a resignificar. A darle otra vuelta. Le coges cariño, claro, aunque raras veces sientes aún que la amas. Es un matrimonio errático. Cuando ocurre esa renovación del amor por sus calles o un rincón todavía inexplorado que sorprendentemente se te presenta es, eso sí, verdaderamente especial. El problema de vivir tanto tiempo en un mismo lugar, al menos aquí en las provincias donde las ciudades no tienden a ser muy grandes y rápidamente te las acabas, es que cada hueco, cada callejón, cada banco de la plaza, cada terraza, local o bloque de pisos, rebosa. Está lleno. De experiencia, de fantasmas que algún día fueron cuerpos, yo lo sé, y que ahora sencillamente son un incordio de recuerdos que dificultan cada paseo y cada paso.

Siempre fui bastante malo con los nombres de las calles y habitualmente para memorizarlos los terminé llamando por otros que eran míos y de quienes compartían el tiempo conmigo. Estoy convencido que nos pasa a todos, que más allá del oficial, cada calle tiene miles de nombres propios. Algunos se dicen en voz alta y otros son casi secretos, nacidos de lenguas íntimas que, en mi caso, muchos ya se extinguieron ya fuera por un desamor, un desencuentro, una mudanza o el propio pasar de los años. Otros se mantienen, menos mal. A veces, sin embargo, cuando quedo con alguien todavía se me escapan esos nombres antiguos por la boca, el otro, si es nuevo, no me entiende, y luego, si llego antes al lugar de encuentro fijado, me quedo solo petrificado mirándome a mí mismo en otro tiempo, con otras pintas, vaya pintas, y me observo, qué remedio, de repente con ternura y cierta desnudez sentimental. Decía Camus, creo que en El Extranjero: «Fui asaltado por los recuerdos de una vida que ya no me pertenecía más, pero en la que había encontrado las más pobres y las más firmes de mis alegrías: los olores de verano, el barrio que amaba, un cierto cielo de la tarde, la risa...». La gente siempre dice aquello que canta Sabina, lo de «al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver», pero eso solo ejemplifica que Sabina ha viajado mucho y que los demás, los que no, los que al fin y al cabo seguimos viviendo en el mismo sitio, lo único que podemos hacer es sobrevivirle al amor, al tiempo y a la vida con la única arma que nos queda, que no es otra que la imaginación y el empático diálogo introspectivo. Hace unas semanas, precisamente, un amigo me defendía charlando en un café que, para encontrar, ya no la felicidad, sino, por lo menos, una vida más amable, era necesario imaginar más allá de lo que vemos. Algo de razón tenía, pero, quizás, la pregunta sería si es posible escapar de hacerlo. Si la vida, tal y como la comprendemos, por encima de lo material, no es, en verdad, una amalgama de vivencias que se retuercen luego en palabras imaginadas hasta hacerse sólidas, y con las que jugamos, finalmente, casi sin querer, hasta plasmarlas en un mapa.

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