Ignacio Camacho

La secesión ensayada

Un ensayo de la independencia. Así interpretan los soberanistas el respeto del Estado por las funciones estatutarias

Ignacio Camacho

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Desde que el malnacido Abouyaaqoub, o como se llamase, j ugó a los bolos con su furgoneta contra los viandantes de las Ramblas, todos los movimientos del Estado y de la dirigencia española han sido calculados desde la escrupulosa voluntad de evitar cualquier apariencia de intromisión en la autonomía catalana. Las autoridades percibieron al instante el riesgo de que al shock emocional del atentado pudiera sumarse la onda expansiva del conflicto latente en una comunidad políticamente muy crispada. La consigna fue clara: era imprescindible que el protagonismo en la gestión de la crisis correspondiese a las instituciones locales y autonómicas para espantar todo atisbo de suspicacia. El orden competencial ha sido respetado en su integridad, desde las comunicaciones oficiales -transmitidas en catalán y ante una sola bandera cuatribarrada- hasta la intervención exclusiva de los Mossos d’Esquadra. Incluso el Gobierno descartó el nivel máximo de alerta para que un eventual despliegue del Ejército no sufriese interpretaciones sesgadas. Hasta tal punto ha funcionado el principio constitucional de subsidiariedad que parte de la opinión pública nacional ha sentido motivos para intuir en ese acatamiento del autogobierno un cierto complejo retraído de los poderes estatales, atenazados por una pusilanimidad apocada.

Como cabía temer, sin embargo, los soberanistas han inferido conclusiones equivocadas . Carentes de la más mínima lealtad, han tratado como siempre de aprovecharse de las circunstancias para obtener de ellas una desaprensiva ventaja. Sin el menor pudor están presentando su obligatorio ejercicio de responsabilidad como un ensayo de la secesión, apropiándose de una liturgia de Estado y acusando al verdadero Estado de incomparecencia deliberada. Lejos de corresponder con nobleza al respeto gubernamental por las legítimas funciones estatutarias, han obstruido la colaboración institucional para atribuirse con oportunista desahogo el mérito de su presunta eficacia. Rentabilizan la tragedia para declararse en condiciones de gestionar una nación independiente y soberana.

El cortés silencio oficial de estos días, autoimpuesto para mantener la ficción unitaria, esconde clamorosas tensiones soterradas. Una contención acaso excesiva del Gobierno ha pasado por alto la incompetente perplejidad del Gabinete de Puigdemont frente a un atentado que interrumpía con inesperada crueldad su agenda de ruptura y propaganda. Hay responsables de seguridad que podrían hacer escarnio de la temeraria ausencia de bolardos o de la desorientación de los celebrados Mossos ante la explosión de Alcanar, y por elemental prudencia callan. Calla el Estado entero una lista de agravios, manipulaciones y recelos que quedará en la intrahistoria oculta de unas jornadas dramáticas. Pero hay una lección que aprender: con la gente desleal no sirven ni la lealtad ni la confianza.

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