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En esta fase del conflicto, la posverdad ya no se combate con relatos alternativos sino con firmeza de principios

Ignacio Camacho

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La revuelta catalana ha fracasado -por ahora, conviene añadir- porque los insurrectos calcularon mal la energía del Estado . Pero el independentismo lleva ganada de sobra la batalla del marco propagandístico y publicitario, a base de patrañas eficaces con enorme capacidad sugestiva para abrirse paso. En la sociedad líquida, donde las consignas sustituyen a las ideas, los separatistas han triunfado con lemas tan seductores como falsos, y lo han hecho porque España no ha sabido oponerle eso que ahora se llama un relato. Frente a las prometedoras supercherías mitológicas del nacionalismo, el único argumento de oposición ha sido el del sometimiento a la ley, que en la posmodernidad indolora resulta de lo más antipático. Y así varios millones de catalanes están hoy convencidos de ser unos demócratas valerosos y bizarros en pacífica lucha desigual -smile sedition- contra la incomprensión ceñuda y hostil de un régimen autoritario.

Ante la falta de refutación, todos los eslóganes del soberanismo se han acabado imponiendo. España nos roba, derecho a decidir, democracia es votar, destino manifiesto . En la sociedad catalana tiene cierta lógica porque está ablandada por una hegemonía absoluta de la comunicación y décadas de adoctrinamiento, pero el Gobierno español ha permitido con su abulia que también asuman los infundios la mayoría de los medios extranjeros. Corresponsales con espíritu de safari -a alguno sólo le falta el salacot- en busca de tópicos lorquianos divulgan la imagen de un régimen anticuado, adusto y energúmeno que reprime a sus ciudadanos más progresistas y modernos, retroalimentando así la mentalidad supremacista con una narrativa maniquea de trazo grueso. Por sorprendente que parezca, media Cataluña se considera víctima de una violencia despiadada y cree de veras que los golpistas encarcelados no han cometido más delito que el de encarnar las legítimas ansias de libertad de su pueblo.

Lo peor es que los propios dirigentes separatistas son conscientes de haber fabricado una ficción triunfante que explotan con un pragmatismo cínico. Con la técnica emocional populista -y la ayuda del populismo propiamente dicho- han convertido su fraudulenta revolución en símbolo de una figurada resistencia civil contra el tardofranquismo. Y frente a eso ya no hay nada que hacer porque la razón es mucho menos atractiva que el mito . Es tarde además para contrarrestar las mentiras que no se han combatido. Lo único que cabe ahora es defender sin remordimientos la propia convicción de que un Estado de Derecho tiene que respetarse a sí mismo. Mantener la firmeza como respuesta sin complejo de culpa por no ir de buen rollito.

En esta fase del conflicto, la posverdad ya no se tumba con metáforas ni argumentos alternativos sino con principios. Y ésos están de parte del constitucionalismo español aunque carezca de habilidades para el marketing político.

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