El principio y el final

Nuestra cultura ha convertido a la muerte en un tabú

Pedro García Cuartango

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Hay un cuento de James Joyce con el que sueño desde hace muchos años. Se titula «Las hermanas» y narra la impresión que le produce el cadáver de un sacerdote al joven protagonista del relato. En un pasaje del texto, alguien le dice que el reverendo Flynn, que parece dormido, ha muerto en paz tras recibir la extremaunción.

Cuando yo era monaguillo en la escuela de San Nicolás de Bari en Miranda de Ebro, una de mis obligaciones era acompañar al sacerdote en el sacramento de la extremaunción. Eso me ayudó a familiarizarme con la muerte cuando yo apenas tenía ocho o nueve años. Acompañaba al cura por la calle, que, al llegar al domicilio del enfermo, se ponía una estola morada y sacaba una cruz de un estuche. Luego esparcía agua bendita con un hisopo sobre el yaciente y terminaba con una oración para pedir el perdón de los pecados: «Quede extinguido en ti en nombre del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo todo el poder del diablo por la imposición de las manos».

Casi todas las personas que recibían la extremaunción estaban al borde de la muerte y apenas podían comprender las palabras del sacerdote en latín. Pero, como en el cuento de Joyce, fallecían en paz. Muchos de ellos ya habían asumido que recibir el sacramento era el último acto de su vida.

Cuando Victor Hugo fue a visitar a Balzac agonizante tras su matrimonio con Madame Hanska, comentó que le impresionó el olor a muerte de la habitación. Eso era lo que me sucedía casi siempre mientras acompañaba al sacerdote a impartir la extremaunción. Fueran ricos o pobres, había algo en el ambiente que preludiaba el final.

Siempre me he preguntado, sin embargo, si la muerte se anuncia, si alguien a quien le quedan unos minutos de vida tiene algún presentimiento. No tengo respuesta. Recuerdo que un amigo de mi hermano se mató en accidente de circulación pocas horas después de decirnos adiós tras una noche intrascendente. Camus falleció al chocar contra un poste en la carretera.

El advenimiento inesperado de la muerte es una metáfora de nuestra existencia, sometida al azar y los cambios imprevisibles. Todo nos acontece cuando menos lo esperamos. Ni siquiera ser joven es un antídoto contra la fatalidad. No hay nada que nos blinde de la mano caprichosa e invisible del destino, por llamar de alguna manera a lo que nos es desconocido.

Nuestra cultura ha convertido a la muerte en un tabú, una conversación de mal gusto. Pero, como nos recuerda Heidegger, la única certeza de nuestra existencia es la mortalidad de nuestra condición. Somos seres arrojados al mundo. En el principio está nuestro final y en el final está el principio, como decía el sabio Heráclito.

Lo cierto es que no sólo el sentido de nuestra existencia sino también el de nuestra muerte resultan una incógnita. La sociedad nos incita a hacer planes como si fuéramos inmortales, pero la verdad es que somos un breve fulgor en el curso infinito del tiempo.

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