Luis Ventoso

Peter Funk

Prince era de la estirpe de Puck, un duende ajeno a la contingencia del tiempo

Luis Ventoso
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Que un cáncer atropellase a David Bowie, fumador compulsivo y casi septuagenario, entraba en lo esperable. Pero que se muera de un gripazo –o de algo peor– Prince Rogers Nelson, un fauno sin edad... Es como si una ronquera se llevase a Peter Pan, o una fiebre súbita apolillase a Dorian Gray y lo volviese viejo y finito, mortal. Hoy, día en que el orbe conmemora los 400 años de Shakespeare (y de don Miguel), evocamos tristones al diminuto Prince como un Puck lujurioso y eléctrico. Un duende saltarín y revoltoso, intocable para los relojes –pese a que ya cardaba 57 abriles–, que se menea aupado en sus alzas de drag queen, festoneado de lentejuelas bajo una descarga de funk de Minneapolis.

Se ha escrito del síndrome de La Moncloa. Pero el literario es el síndrome de Graceland. Ataca a chicos-maravilla del pop. Primero los hace levitar. Luego los loquea. Y al final, a veces los mata. Muertes absurdas, que son al tiempo pasaje rápido al mito. El primer recluso del Xanadú-trituradora fue Elvis, quien todo lo inventó. "El Rey", confinado en su mansión sureña, con sus carritos de golf, sus libros de ufología, sus clases de judo; farras entre amigotes de quita y pon, con manjares traídos en avión privado desde la otra punta de un país que es un continente. Elvis, inflado y sostenido por una montaña de drogas, niño grande que se engañaba pensando que el pasote era inocuo con tal de que lo rubricase un galeno. El siguiente fue Michael Jackson. En su castillo de Nunca Jamás le añadió al género tintes excéntricos, grimosos a ratos.

El Graceland del músico superdotado que fue Prince se llamaba Paisley Park, búnker de un obseso de la privacidad, que cocinaba música caliente desde un lugar tan gélido como Minnesota. Un Howard Hughes con rulos y bigote de pelusilla, al que imagino en un santuario con papel de paramecios, moqueta púrpura y mobiliario de villano de Bond (era Roger Moore, por supuesto). Allí vivía, practicaba el poliamor con frenesí y grababa sus discos, en los que a veces lo tocaba todo. Respiraba música y facilidad para crearla, tal vez hasta demasiada.

Cuando apareció, Prince fue un asombro y una dicha. Un superdotado del espectáculo y al tiempo un artista mayor, capaz de rendir a la crítica sibarita e intrigar a los músicos más exigentes. Qué ingenio, voz, arreglos, punteos. Qué revolución de la percusión. Iba tan sobrado que regalaba pepitas de oro que hacían ricos a otros cantantes. Poco importaba el espeso batiburrillo que hervía en su cabeza, donde el cristianismo ferviente convivía con su rijosidad de sátiro y unas ideas políticas que sospecho que ni él mismo entendía. Niño de infancia herida, luego se volvió un poco tarumba, aunque jamás se borró su sonrisa traviesa. Se peleó con el mundo y el manantial perdió calidad, con demasiado funk de relleno y sin un director que pusiese coto a su autocomplacencia.

Lo vi tocando dos veces. Una en un marco surrealista: el campo de fútbol de los jesuitas de La Coruña, a un palmo del mar. Convirtió aquello en un club playero, donde agitó el mejor soul, pop, funk, rock y R&B del planeta. Allí podía pasar cualquier cosa. Y pasó.

Gracias, Puck, sueño ido de una noche de verano.

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