Luis Ventoso - «Vidas ejemplares»

Memoria de una calle

Hablan con sus perros en sus cartones frente al restaurante de moda

Luis Ventoso
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Las calles también tienen biografía. King’s Road, en el barrio de Chelsea, luce nombre de rey porque sus orígenes se asocian con la monarquía. Cuando aquello eran todavía campos de Londres, allá cazaban los soberanos, como atestigua el edificio conocido todavía hoy como La Faisanería, donde se enjaulaba a las aves que luego el monarca abatía con teórica pericia y jabonosas felicitaciones. Los tiempos cambian. A comienzos de los años 70, el palacete de La Faisanería fue la vivienda del dios de la guitarra Clapton (la leyenda sostiene que un día se dio el piro por los tejados ante una redada antidroga). Hoy una pizzería de cadena ocupa el inmueble. Del viejo Eric solo queda el recuerdo de un colorista mural psicodélico, con ídolos del rock volador, que contemplas con nostalgia de lo que nunca has vivido mientras aguardas tu rueda de masa y queso.

A finales de los sesenta, King’s Road, que mide unos tres kilómetros, vivió una explosión de creatividad asociada a la subcultura mod. Allí Mary Quant le metió un tajo a la falda para iniciar una revolución en forma de piernas. Hoy una tienda anodina lleva el nombre de la diseñadora, con un enorme Zara enfrente bastante más animado y creativo. En los setenta King’s Road pasó de mod a punk. La moda rupturista gritaba en Sex, tienda de nombre retador donde Viviene Westwood uniformó la rabia prefabricada de los Sex Pistols. Un poco más abajo se encontraban los estudios donde Lemmy, que se acaba de morir tras 70 años de excesos prodigiosos, grabó los primeros bombardeos de Motörhead.

Una teoría plausible, aunque no sé si contrastada, sostiene que a más pasta menos creatividad. Tiene lógica: cuando en un barrio aumenta la riqueza, la vivienda se torna imposible y la zona deja de ser asequible para los jóvenes, que son quienes aportan las nuevas ideas. Hoy King’s Road, como todo Chelsea, es una delicia posh para el paseante, un parque temático de un Londres de ensueño, de casas bajas y con todo tan en su sitio que parece una fábula. Creativamente es un erial. La vieja calle del rey se ha convertido en una coqueta arteria, llena de tiendas finas y cafés bonitos, donde ya no ocurre nada emocionante. Ahora lo único espectacular que puede verse allí son los precios de las viviendas, que asombran desde las lunas de las inmobiliarias.

Transporte de Londres quiere construir un gran intercambiador ferroviario en King’s Road, una nueva estación, a la altura de su parque de bomberos. La iniciativa ha soliviantado a los pudientes vecinos, que organizan recogidas de firmas y pequeñas marchas de protestas. La prensa londinense más sardónica habla de «manifestaciones de pijos». Pero ellos están muy preocupados. Creen que el barullo del intercambiador romperá el «encantador» aire residencial del barrio.

A cien metros de donde se manifiestan hay unos soportales. Entre cartones y sacos de dormir pasan sus noches media docena de vagabundos, cada uno con su perro, como es norma entre los homeless de Londres. Al otro lado de la calle acaba de abrir un restaurante pretencioso que se ha puesto de moda: días para una reserva y oleadas de eso que llaman «gente guapa». Por supuesto, a nadie le preocupa que el lujo más epatante conviva con personas que duermen a la intemperie del invierno de Londres (este año no hace frío, pero en un invierno normal abundan las noches bajo cero). Para lavar las malas conciencias, el argumento suele ser que «muchos vagabundos están alcoholizados y se niegan a acudir a los albergues, porque les imponen normas».

Arrebujándose sobre el suelo helado, los vagabundos hablan solos con sus perros.

Indiferencia. Anemia moral y frío. Demasiado frío

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