TRIBUNA ABIERTA

La estrategia del diálogo

La realidad política actual y hasta la venidera, por mucho que cambie, impide pensar razonablemente que esa pretensión de decidir sobre la integridad territorial del Estado llegue a prosperar

Germán Fernández Farreres

Frente al desafío independentista del Gobierno de Cataluña, la tibia respuesta en defensa de la Constitución ha dado paso a un diálogo que puede facilitar la negociación con el Estado. El diálogo y la negociación son los instrumentos en los que el nuevo Gobierno socialista confía para resolver lo que considera es un conflicto político que la mera aplicación de la ley y la «judicialización» del mismo no ha hecho otra cosa que favorecer y hasta agudizar. No es difícil prever por dónde puede discurrir ese diálogo. La reivindicación del llamado derecho a decidir del pueblo catalán, desde luego, es el primer escollo a superar, aunque esa primera dificultad, más allá de que se trate de aparentar lo contrario, se puede orillar con relativa facilidad. La realidad política actual y hasta la venidera, por mucho que cambie, impide pensar razonablemente que esa pretensión de decidir sobre la integridad territorial del Estado llegue a prosperar. Pero quienes han comenzado a dialogar bien saben que esa reivindicación es una pieza esencial de la estrategia emprendida. Que la misma quede por el momento aparcada podría presentarse ya como un triunfo del diálogo, una demostración palmaria del acierto de la nueva política, aunque, naturalmente, dada tan importante renuncia, se tenga que corresponder con contrapartidas. El diálogo y la negociación lo exigen y lo justifican, y cabe esperar que, debidamente explicado, así se comprenda y acepte por el sentir democrático de la mayoría ciudadana. Sólo de algunos «recalcitrantes-autoritarios-centralistas» puede esperarse cierta oposición, aunque, según los estrategas del diálogo, no hay que preocuparse, pues su actitud aún los aislará más.

Más allá de dar satisfacción a algunas reclamaciones inmediatas del Gobierno catalán -desde determinadas transferencias a la materialización de algunas inversiones, sin olvidar, claro es, la necesidad de que se hagan todos los esfuerzos precisos para solucionar el problema de los políticos encausados y encarcelados, en línea de continuidad con la decisión del nuevo Gobierno de la Nación que ha posibilitado que de hecho ya estén en un régimen de «autocontrol»-, esas contrapartidas han de deparar a Cataluña un estatuto político-jurídico singular y distinto al de las demás regiones. La famosa «asimetría» en el nuevo Estado federal responde a ese objetivo de dar entrada a la diferenciación territorial, excepcionando la uniformidad alcanzada. Pues, como se ha llegado a decir, para comunidades autónomas como Cataluña que aspiran a articular sus relaciones con el Estado de un modo singular, el excesivo uniformismo del actual Estado autonómico resulta frustrante.

Llegados a este punto se explica que la reforma constitucional de la organización territorial del Estado inevitablemente tenga que aparecer en escena para dar soluciones. Soluciones que, por lo demás, han de requerir de no poco tacto político, ya que, siendo exigencia prioritaria la de dar satisfacción suficiente a la reivindicación catalana -tanta como para calmar los ánimos independistas-, también tienen que evitar los recelos de los demás territorios, o en términos más propios, los de todos los demás españoles que no estan dispuestos a ser de peor condición. Por eso, mucho conviene que la reforma no quede ceñida a atender exclusivamente a los requerimientos de Cataluña, sino que se presente como una reforma global para todas las comunidades. He aquí, en lo sustancial, la «hoja de ruta» a seguir.

Con independencia de que no es previsible que, al menos en lo que resta de legislatura, esa reforma pueda prosperar, lo relevante y, sobre todo, preocupante es que el camino emprendido resulta tan equivocado como extremadamente peligroso. En las actuales circunstancias políticas y sociales, el paliativo que se busca y recomienda desde la actitud del diálogo y la búsqueda del entendimiento, a fin de dar paso a un tratamiento singular a Cataluña, difícilmente puede encontrar la conformidad generalizada de la mayoría de los ciudadanos. Máxime cuando la acción independista de las autoridades catalanas ha estimulado tan amplia, intensa y lógica reacción a favor de la integridad territorial e igualdad de todos los españoles. El sentimiento de que debe haber igualdad ha prendido y se ha generalizado de manera tan firme y segura que cualquier intento político de dar satisfacción a particularismos territoriales, por fuertes y potentes que sean en sus pretensiones, se enfrenta a enormes dificultades. Las desigualdades que la Constitución amparó y aún perviven -cada vez más consideradas por muchos, y con razón, privilegios inaceptables- tal vez puedan perdurar algún tiempo. Pero tratar de dar entrada a otras es muy probable que sólo pudiera lograrse a costa de una fuerte conmoción social y política y, en su caso, sin que con ello se evitase que, tarde o temprano, también a los demás hubiera que terminar cediéndoles lo reconocido a Cataluña, en un proceso imparable de jibarización del Estado que sólo a su propia ruina puede conducir.

La repetida predicción orteguiana de que «el problema catalán es un problema que no se puede resolver, que sólo se puede conllevar», parece a estas alturas irrefutable. Pero, digámoslo claro, llegados al punto al que hemos llegado, esa conllevanza no puede ya traducirse en el reconocimiento a las instituciones catalanas de nuevos poderes y de un status que ahonde en la desigualdad respecto de los demás territorios. Porque, de ser así, además de fracasar en el empeño, el daño será irreparable. Todo apunta, pues, a que otro debe ser el tratamiento. ¿Cuál? No me atreveré a dar receta alguna. Aunque si es verdad que tertium non datur, ¿acaso quedan alternativas a la estricta aplicación de la ley y la Constitución y con ello a confiar que la razón termine por encontrar su lugar?.

Germán Fernández Farreres es Catedrático de Derecho Administrativo de la UCM

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