Luis Ventoso

Eleanor Rigby

Ahí fuera hay una epidemia olvidada

Luis Ventoso

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Desde hace casi cincuenta años, millones de admiradores de The Beatles vienen discutiendo quién fue su genio supremo, si Lennon o McCartney . La mayoría se inclina por John, pues siempre viste más el supuesto iconoclasta que el modosito. Es cierto que Lennon escribió la canción que abrió fronteras al pop, la enigmática « Tomorrow never knows », y también la de más calidad de su grupo, esa compleja obra de arte titulada « A Day in the Life ». Pero el que tiraba del carro era McCartney. Además, fue el beatle más interesado en explorar la modernidad. A pesar de su coraza audaz, John era gato casero. Quien se internaba en los clubes de la vanguardia, se molestaba en estudiar al palizas de Stockhausen o estaba al tanto de la trepidante escena del Swinging London era Paul .

McCartney hizo también su contribución para llevar a The Beatles a pagos líricos de otro calado. En 1966, con solo 24 años, escribió « Eleanor Rigby », que en dos minutos y ocho segundos ofrece un impresionante fresco de la soledad contemporánea. Rico y famoso en la veintena, en lugar de dispersarse en la frivolidad hedonista, Paul torna la mirada al Liverpool provinciano de su infancia y cuenta la historia inventada de una mujeruca de sacristía, que «recoge el arroz» que dejan las bodas en la iglesia y más tarde muere súbitamente en ese templo. El párroco, el padre McKenzie, «escribe sermones que nadie escuchará» y lava por la noche a mano sus calcetines. Él rezará el último responso por Eleanor, en un entierro al que no acude un alma. McCartney recuerda en un suspiro a «toda esa gente solitaria», que «no se sabe de dónde vienen ni a dónde pertenecen».

Ferrol, muy menguado tras la brutal reconversión industrial con que lo castigó Felipe González en los ochenta -¡ay si los ferrolanos hubiesen sido catalanes…!- se ha quedado en solo 68.000 habitantes. En lo que va de año han muerto allí diez personas olvidadas en la soledad radical de sus domicilios. Gente mayor sin un cable de afecto, que no hablaba con nadie y en la que nadie reparaba. Días de televisor, radio y vacío. Vidas sin marca, como si no hubiesen existido. Algunos llevaban días muertos y solo el hedor en sus pisos acabó revelándolo. No son solo los viejos. En la era de los seudoamigos en Facebook existe también una epidemia de adolescentes que se sienten muy solos ante sus pantallas.

He visto de refilón a ricos vagando por el mundo entre oropeles, pero más solos que la una. De muy niño me dio tiempo a vislumbrar los últimos días de las aldeas de antaño, casi salidas de las «Comedias bárbaras» de Valle-Inclán . Hoy lo consideraríamos un mundo de miseria: humedad y noches frías al calor de una lumbre neolítica; sin teléfono, radio ni televisión, ni siquiera libros. Pero frente a aquella lareira de invierno se sentaban juntos abuelos, padres y nietos para disfrutar del único ocio a su alcance: la conversación. A veces pienso que en realidad eran millonarios.

La beneficencia se hizo cargo de los muertos olvidados de Ferrol. Los enterraron en la fosa común del cementerio de Catabois, bajo cruces de metal con un número.

Sobre el manto de tierra han brotado flores raras de otoño.

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