Una raya en el agua

Castillos en el aire

Cortez pulsaba esas teclas del alma del pueblo donde suenan los registros de la nostalgia, la ternura o el afecto

Ignacio Camacho

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En la música popular hay ídolos de talento torrencial, estrellas de creatividad tan arrebatada como extravagante, mitos de masas capaces de llenar escenarios monumentales, ideólogos de aire intelectual, audaces exploradores de nuevos lenguajes; y también tipos sin otra vocación que la del moderado papel de juglares, cantores de una épica cotidiana llena de amores fugaces, amistades perdidas, memorias de abuelos o de padres, historias de gente común, humildes recuerdos barriales, esperanzas fracasadas, temblores de una sentimentalidad discreta, elemental, entrañable. Alberto Cortez era de esta clase. Un poeta sin pretensiones de construirse un personaje ni de cambiar el mundo con revoluciones culturales, un artista que evocaba pasiones cercanas, familiares, envueltas en baladas fáciles destinadas a hacer la vida más llevadera o más amable. Ni siquiera fue un existencialista torturado como aquellos franceses que influyeron su aprendizaje con un estilo desgarrado y grave; simplemente un cantante de aire teatral, con ese punto de afectación que en un porteño suele resultar inevitable, que mecía al público en tonadas suaves y construía para él arquitecturas emocionales de una hermosura rutilante y efímera como sus célebres castillos en el aire.

Tenía Alberto, que le había birlado el apellido a un colega en un borroso episodio sobre el que siempre guardó autoindulgente silencio, la grandeza de lo pequeño y un toque de cursilería argentina sin el que no habría podido resultar auténtico. Pulsaba con sus letras y con su dulce tarareo esas teclas del alma donde suenan los registros de la nostalgia, del afecto, de la ternura o de la tristeza por el paso del tiempo. Sin el afán militante de los cantautores latinoamericanos de su generación, sabía llegar a la fibra emotiva del pueblo a través de la cercanía de su instinto callejero. La fama de sus mejores composiciones sepultó su autoría en las voces de muchos de sus compañeros; él las cantaba como si acunase a hijos ajenos. Varios de los poemas de Machado y Hernández que popularizó Serrat, por ejemplo, eran en realidad fruto de sus arreglos. Parte de su encanto residía en su aparente ausencia de ego, en esa generosidad complaciente y sincera con que sabía compartir el éxito.

Y no necesitó parapetarse en una ideología ni convertir su música en una trinchera política. Cantaba para todos y eso sólo podía hacerlo hablando de los avatares naturales de la vida, de esa experiencia común que vibra en el fondo de la conciencia íntima y constituye la base comunicativa a través de la cual se transmite el estremecimiento de la poesía. Por eso, aunque había pasado de moda -en América menos-, sus despedidas periodísticas hablan de él como el cantante de las cosas sencillas. Pero era algo más: era una de esas voces confidentes, amigas, que te acarician el corazón cuando la suerte viene torcida.

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