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Reconciliación

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D esafortunadamente yo no puedo conciliar -con este calor, tampoco el sueño- mi vida familiar con mi vida laboral. Usted tampoco, lo sé. No me siento mal por ello y creo que mis hijos no me guardan demasiado rencor -o al menos no me lo demuestran, que ya es algo- por no haberles acompañado nunca a la puerta del colegio, por no haberlos recogido jamás y por haber tenido que almorzar toda su vida en el comedor escolar. Pronto aprendimos ellos y yo a justificar de manera amable esta circunstancia: «así sois más responsables», «os cuidáis unos a otros», «qué bien te peinas tú sola», «sabéis utilizar los cubiertos», «os gusta todo», «con lo bien que portáis os podemos llevar a cualquier parte».

mentira cochina.

Habría dado la mitad de lo que tengo por haber compartido con ellos cada minuto de su rutina diaria, por haberme quedado a hacer corrillo con otras madres en la puerta del colegio -socializar, lo llaman ahora-, por haberlos acostumbrado a comer solo pasta y filetes empanados con patatas, por haberles llevado la mochila cada mañana, por haberlos bañado cada tarde. que sé yo. Por haber estado con ellos.

Pero no pudo ser. Ni para mí, ni para montones de madres y padres sujetos a un horario del que depende un sueldo. Porque sí, -tuve suerte, encima- cuando nacieron mis hijos ya existía la ley de la conciliación familiar y laboral, pero con un coste económico como para pensarlo dos veces. Reducción de jornada con reducción de sueldo, excedencias hasta que el niño tuviese tres años -sin cobrar-, y una hora de lactancia durante nueve meses, que podía uno acumular sin que le obligaran a lactar al niño de golpe, para prolongar así un poco la roñosa baja maternal. En fin, nada que le cuente le sonará a nuevo. Es más, está usted en su derecho a llamarme privilegiada por haber disfrutado de alguna de esas migajas legales sabiendo que hay muchísimas mujeres -y disculpe por la discriminación sexista- que lo han tenido mucho peor que yo, con un coste económico altísimo y un coste sentimental que ni le cuento.

Entro a trabajar a las ocho menos cuarto de la mañana y salgo a las tres y cuarto de la tarde. A las personas que atiendo les importa un pito si tengo uno, tres o ciento veinte hijos, si tienen vómitos, si se han quedado llorando detrás de la puerta, si se les cayó un diente y el ratón Pérez no tuvo tiempo de traerles un regalito, si tienen una actuación escolar o si llevan a la excursión la tortilla hecha la noche antes. A los ciudadanos hay que darles el mejor servicio. Siempre. El trabajo es el trabajo y mis hijos son mis hijos. Tan fácil como una ecuación de primer grado. Tan triste como un torero al otro lado del telón de acero, que decía Sabina. Pero tan real como la vida misma.

Por eso creo que tengo todo el derecho del mundo a opinar sobre el horario de nuestro alcalde. No a criticarlo ni a reprobarlo, todo lo contrario, me alegro por él, que puede hacerlo sin que le cueste el dinero. Pero sí tengo derecho, como ciudadana, y como madre, a opinar. Una ciudad no abre a las nueve y media de la mañana y cierra a las tres de la tarde, eso en todo caso es una tienda, no una ciudad. Usted es el alcalde, la máxima autoridad, y debería dar ejemplo. Mejor dicho, debería dar dos ejemplos.

El primero, a tantas y tantos trabajadoras y trabajadores -por corrección que no quede- municipales que también tienen hijos a los que les tienen que «dar aire, dar vida» y deben «jugar con ellos» como dijo usted que debía hacer con los suyos. Trabajadoras y trabajadores que no pueden llegar a su centro de trabajo a las nueve y media a no ser que se queden en el mismo hasta las cinco de la tarde, y tampoco pueden trabajar desde sus casas después de bañar y dar de cenar a los niños, pregúntelo.

El segundo, a la ciudad. A la ciudad con más problemas sociales y económicos del mundo mundial, según todos los informes. A la ciudad en la que el hambre, el paro, la exclusión no se paran a las tres de la tarde. A la ciudad que tiene que funcionar -qué asco me da decir esto-. Pero en fin. No todos vemos la realidad de la misma manera. Y está bien que así sea, porque si no, sería todo mucho más aburrido.

Y hablando de aburrimiento, pensé que con los nuevos tiempos cambiaría la política cultural de esta ciudad. Veo que no. El mamarracho del Mercado Quijotesco con esas banderas, esos «aventureros, pícaros, comerciantes, cuentacuentos, músicos, y, por supuesto, el propio Don Quijote de la Mancha» y esas cosas tan cutres me reconcilian -que es como conciliar dos veces- con el Ayuntamiento, no hay tantos cambios. Vaya y compruébelo, hasta hoy estará abierto. No le defraudará, es la misma porquería que en tiempos de Teófila. Porque hay cosas que nunca cambian.

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