Dos burros cerca de Astorga
Dos burros cerca de Astorga - g.g.
ideas peregrinas

«Camino del Calvario »

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De León salimos con lo puesto después de desayunar por el precio de la caridad en el albergue. Estaba el cielo mudando cuando recorríamos sus calles buscando la salida. Las grandes ciudades tiene algo de uno mismo que se dejó allí no se sabe exactamente cuándo y lo nota al enfilar una calle pintoresca o se planta ante la catedral.

Por la mañana hicimos cincuenta kilómetros sin demasiadas prisas. En Astorga, nada más entrar encontramos unos cuantos burros sueltos, a sus asuntos, en un erial; con las orejas largas y de un marrón de terciopelo grueso. Le propuse a Jorge cambiar las bicis por dos pollinos y hacer un viaje literario como los de Cela en Rute, apadrinando burros con Raúl del Pozo.

O quizá como Don Quijote y Sancho Panza, pero no nos ponemos de acuerdo en los papeles (no hay ínsula que repartir en esta aventura) y en verdad los burros no nos hacen demasiado caso, siguen pastando. Tiene Astorga una subida empinada como un ciprés enhiesto hasta el casco histórico. Revisamos presupuesto y estábamos pelados para un cocido maragato. El dinero, siempre el dinero... Al final comimos al sol –como los guiris que también van a Santiago–, en la Plaza Mayor sentados en el suelo.

A la salida, por la tarde, nos la lió un camarero. Se nos había olvidado sellar las credenciales que es una de esas cosas indispensables para dormir por la noche. Al menos dos sellos cada día para poder entrar en el albergue de peregrinos. Y al pasar junto a un bar donde había otros dos chicos en bici paramos a sellar. Hablando, puesto que pensábamos ir a parar en el mismo pueblo para dormir, decidimos ir juntos. «Yo no pararía en Foncebadón» dijo el camarero que estaba gordo y camino de los cincuenta. «Tiraría hasta El Acebo. Cae 2 kilómetros mas allá, pasando la Cruz de Ferro. ¡Las vistas son lo más bonito del mundo!» Preguntamos por cómo era el terreno hasta allí y dijo que «sin problema», que «un poco de subida en Foncebadón» pero después iríamos veloces y acabaríamos temprano. Así emprendimos la etapa de la tarde con Carlos y Pepe.

Pasó la tarde y comenzó a inclinarse el ánimo y el terreno. A eso de las seis y medía nos plantamos en lo que es un puerto en toda regla. Y me acordé del camarero y de su «se hace sin problema...» y hasta de su madre. Tiramos para arriba porque la cabra siempre tira al monte y hasta que no coronamos el monte no paramos. Ya en la cima, tras de hora y media pedaleando y las piernas ausentes, topamos con la Cruz de Fierro nada más y nada menos. El punto más alto del Camino Francés. Habíamos ascendido hasta los 1500 metros y allí en un pedestal de piedras y objetos memoriales se levantaba la cruz más famosa de todo el Camino. A la que los peregrinos suben para dejar fotografías y mensajes e incluso las botas, no sé bien con qué propósito.

Una vez ya duchado, que es la verdadera resurrección del hombre en estas circunstancias, mientras escribo pienso en que hemos ido camino del Calvario hasta dar con la cruz misma en lo más alto. Allí podrían haber clavado un día un Cristo diminuto, con escalera larguísima para llegar hasta el crucero, que está en la cima

Cuatro horas después y cuarenta y muchos kilómetros más tarde –más los cincuenta de por la mañana– llegamos a El Acebo, que es el primer pueblo de El Bierzo. Enclaustrado entre verde y riscos. Y desde aquí escribo haciendo malabares para encontrar algo de cobertura con que enviar esta crónica a pedales.

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