Babilonia en guagua

Análisis popular —escasamente ponderado— del estío

Todo se nos va de las manos. Grecia, la civilización occidental, e incluso, los valores sociales

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En estos días azules de julio, si hay algo que ocupa poderosamente buena parte de nuestras conversaciones es el calor. Arte diabólica debe de ser eso de la canícula, cuando no pasa ni un cuarto de hora para que cualquier persona que pulule a nuestro alrededor -y bajo cualquier excusa- bien suspire, bien se queje de que nunca había pasado tanto calor, o en el peor de los casos se agite los ropajes mostrando las huellas que ha dejado el sudor en su anatomía. Un asco, vamos.

La pesadilla comienza justo antes de llegar a la oficina. En ese arduo tramo ya hemos encontrado: al vecino jubilado que pasea al perro con cara de circunstancias y señalando al cielo; un termómetro con el mercurio por encima de 25 grados; decenas de coches con las ventanillas cerradas y con el aire acondicionado por debajo de los 18ºC a tenor de la piel de gallina que muestran sus conductores, y una manada de corredores que siempre pasarán a escasos centímetros de uno con la ropa totalmente empapada en sudor.

En la oficina las cosas no pueden ir peor. La tragedia se masca en el aire. En este caso de forma literal. Por esa bendita manía que tenemos de climatizar nuestro hábitat laboral con temperaturas dignas de áreas subpolares, los aparatos terminan por reventar en menos de que cante un gallo. Lo que supone abrir ventanas y la consabida entrada de más calor. Con este panorama y antes de las 10 de la mañana, el sobaco ya está demasiado aderezado como para saludar a alguien efusivamente. La cosa quedará en un arqueo de cejas.

El desayuno es otra prueba a la que nos tienta Mesfistófeles. Realmente es algo que si no fuera por el sentimiento de responsabilidad con el trabajo, más de uno pasaría del café con leche y la pulguita del día, para decantarse por una cerveza con camarones. El mérito, en este caso, sería regresar al puesto de trabajo sin apestar a alcohol y sin bigotes de camarones entre los dientes. En ambos casos es imposible. Ni con chicle Bang-Bang de menta. Bueno, eso dicen.

La cosa empieza a tornarse complicada cuando uno sale de la oficina y se propone almorzar, un vicio como otro cualquiera. La gente de alrededor comienza a asegurar por la reliquia de cualquier santo varón que éste -y precisamente éste- es el verano más cálido de la historia de la humanidad. Que nunca en su vida -ni en las vidas de otro- había pasado tanto calor. Además no se cortan en alegorías literarias para acotar lo tradicionalmente conocido como verano. Así, con la clásica 'ola de calor' hasta la nueva denominación 'reventón cálido' abundarán en materia meteorológica. Los más osados no escatiman en adjetivos al más puro estilo quevediano, adornando su discurso con un barroquismo que roza el paroxismo: 'fenómeno tormentoso convectivo local' o 'burbujas extremadamente cálidas' para referirse al calor habitual en estas fechas.

Todo se nos va de las manos. Grecia, la civilización occidental, e incluso, los valores sociales. La memoria también, por supuesto. El verano es lo que tiene, calor. Calor y más calor. Por mucho que apelemos al calentamiento global, ya vendrá el invierno para recordarnos las largas tardes disfrutando de la luz. Buenos días, y por si no volvemos a vernos: Buenos días, buenas tardes y buenas noches.

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