confieso que he pensado

Horrores en cascada

Sólo queda esperar que lo ocurrido en la capital tinerfeña no sea una excepción, que la voluntad de los ciudadanos vuelva a ser respetada por quienes llevan décadas pisoteándola

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Las cuentas son claras: la democracia es un sistema representativo, esto es, los ciudadanos elegidos en las urnas son el resultado de las preferencias de una mayoría de los votantes, quienes les conceden un cierto poder temporal para gestionar los asuntos de todos. Y si los votantes han tomado esa decisión es porque entienden que son esas personas y no otras las idóneas, así que tales candidatos electos, y no otros, son quienes están obligados, previa delegación popular, a estimar qué es lo más conveniente para la defensa de la res pública.

Siguiendo dicho planteamiento, la decisión adoptada por el alcalde de Santa Cruz de Tenerife, el nacionalista José Manuel Bermúdez, de pactar con el Partido Popular en contra de la opinión de los dirigentes de su formación política, no supone sino la materialización del poder decisorio que los ciudadanos le han conferido en las urnas.

Los votantes decidieron que fuera él, y no Barragán o Ruano ni ningún otro, quien tomara las decisiones que tienen que ver con el Ayuntamiento de la ciudad. El sistema es ese y como tal debe ser respetado, y si a alguien le disgusta lo único que tiene que hacer es proponer una ambiciosa reforma legal en la que los ayuntamientos se constituyan mediante un trámite parlamentario. Es una soberana estupidez, desde luego, pero nos hallamos en una tierra que no se caracteriza por la inteligencia política.

Los nacionalistas santacruceros han adoptado la decisión políticamente correcta porque se han guiado por sus propios planteamientos, con independencia, sin plegarse a los requerimientos de los superiores jerárquicos. Con ello han propinado un merecido golpe a esa aberrante costumbre denominada «pastos en cascada», un contundente insulto a la inteligencia de los votantes y un craso atentado contra los valores democráticos.

Los pactos en cascada suponen la consolidación de la partitocracia porque el que manda no es el político electo, aquel que ha logrado el apoyo de sus conciudadanos, sino unas organizaciones partidistas para las que las diferentes instituciones no son sino las piezas de un tablero de ajedrez donde se sacrifican peones, alfiles, caballos y torres a cambio del bienestar de los reyes, un bienestar que, si nos atenemos a la experiencia, poco tiene que ver con el de la mayoría de la población.

Esa patética imagen en la que quienes no han resultado elegidos, reunidos en el reservado de un hotel, toman decisiones para las que no han sido legitimados, es uno de los horrores de esta democracia tan imperfecta a la que nos vemos abocados.

Sólo queda esperar que lo ocurrido en la capital tinerfeña no sea una excepción, que la voluntad de los ciudadanos vuelva a ser respetada por quienes llevan décadas pisoteándola.

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