poster Vídeo
La reina Isabel II de Inglaterra - efe

Isabel II de Inglaterra, la importancia de no equivocarse

La soberana de Reino Unido bate este miércoles el récord de permanencia en el trono británico: 23.226 días a lo largo de 63 años marcados por el sentido del deber y la prudencia

Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

Recepción con Isabel II en un jardín palaciego. Un invitado escucha abochornado como su móvil comienza a sonar. «Debería usted responder. Debe ser alguien muy importante», le dice la Reina con perfecto y zumbón humor inglés. Año 2009, el piloto Hamilton es nombrado Miembro del Imperio Británico y acude a la comida de gala en Buckingham. Se sienta a la izquierda de la Reina y comienza a monopolizarla con su verborrea. «No, no —lo frena ella con una sonrisa—, ahora usted hablará con quien tiene a su izquierda y en el siguiente plato, yo hablaré con usted». Protocolo y distancia, incluso con los héroes del volante refugiados fiscalmente en Mónaco.

No existen muchas mujeres más célebres que ella.

Forma parte del paisaje público desde hace 63 años. Entonces era una joven y guapa madre con dos hijos, de 1,63 de estatura, nadadora y de ojos azules, que subió al trono a los 25 y en un primer gesto de mando exigió a su Gobierno que su coronación fuese televisada. Pero la Reina continúa componiendo un enigma. ¿Quién es realmente Elizabeth Alexandra Mary, conocida en casa como Lilibet, nacida hace 89 años en un piso de Mayfair y que como tercera en la línea de sucesión parecía en su cuna alejada de cualquier rol estelar?

El miércoles, Isabel II batirá el récord en el trono de su tatarabuela la Reina Victoria, con 23.226 días en el puesto. Son 63 años como jefa de Estado del Reino Unido y otros 15 países de la Commonwealth. «No es un momento especialmente significativo para ella», ha dicho una fuente de Palacio con esa flema inglesa que ronda la autoparodia. Pero sí lo es y tras dejar caer al principio que no quería «demasiado jaleo» en la efeméride, al final hasta pronunciará uno de sus raros discursos, a modo de gratitud.

El récord llega durante su tradicional estancia veraniega en el castillo escocés de Balmoral, propiedad personal suya. Ese día acudirá a la reapertura del tramo ferroviario de Midlothian-Tweedbank, en la divisoria con Inglaterra, que fue en su día el más largo del país. A su lado estará Nicola Sturgeon, la primera ministra nacionalista de Escocia. La dirigente separatista la respeta, pese al sutil e importantísimo guiño de la soberana a favor de la Unión en el referéndum de hace un año (a la salida de una misa, le soltó al público una simple pero elocuente frase: «Espero que la gente piense con mucho detenimiento sobre su futuro»). Salvo ese astuto comentario, la Reina había guardado escrupulosamente su neutralidad constitucional durante la campaña. Pero una revelación de Cameron demostró a posteriori que «ronroneó de placer» cuando la llamó para informarla de que la Unión se había salvado por diez puntos.

¿Quién es Isabel II? Su hijo Andrés, que tantos disgustos falderos le ha dado, asegura que «lo ve todo y lo sabe todo». El tarambana de su nieto Harry ha comentado que «su conocimiento del Ejército es asombroso, supongo que porque es su trabajo». Sus amigos aseguran que jamás, en ningún momento, deja de ser la Reina. El anterior arzobispo de Canterbury, Rowan Williams, destapa que «en privado es muy divertida». Políticos que la han tratado hablan de una mujer muy tímida, con un enorme sentido del deber y la autodisciplina.

Algún politólogo inteligente ha señalado que «su deber consiste precisamente en no tener personalidad». Una mujer que no posee pasaporte, que lleva un diario privado (por supuesto escrito a mano) y que jamás ha concedido una entrevista. Que viste con colores chillones intencionadamente, para que el público la distinga a lo lejos, y que por la misma razón emplea un paraguas transparente. La clave de un buen y largo reinado tal vez radique en no equivocarse. Prudencia, lejanía y reserva. También respeto al protocolo y a la historia (los ingleses no quieren una Reina que vuele en Ryanair, la institución no va de campechanías impostadas, se parodia a los Royals con mordacidad, pero se respeta a la monarquía con orgullo). La izquierda le busca las cosquillas: «Los historiadores tendrán que batallar mucho para encontrar algo glorioso en su era», señala mordaz Polly Toynbee en «The Guardian». Tal vez hacer poco constituya su mayor virtud.

La Reina Victoria, la emperatriz que dominó el mundo, jamás salió de Europa. Su tataranieta ha completado 265 viajes oficiales. Cada semana debe asistir a cinco recepciones y el año pasado, ya casi nonagenaria, atendió a 393 compromisos. Se levanta muy temprano y cada día dedica tres horas a leer documentos oficiales, colocando en unas célebres cajas rojas los que han recibido su visto bueno. Lleva un móvil en su inseparable bolso, que porta incluso dentro de Palacio, «porque esta es una casa muy grande». Maneja internet y es aficionada a la fotografía. Devota de los perros, ha tenido 30 corgis, sus favoritos, y les da de comer por orden de edad (los jóvenes de últimos, of course). Los caballos de carreras la apasionan (sobre todo cuando los suyos ganan en Ascot, hipódromo que es una de sus propiedades). A sus palomas de carreras acaba de regalarles un palomar de diseño. Isabel II es una de las mayores terratenientes del orbe y se le atribuye una fortuna de 500 millones de euros.

Pero esta mujer híper informada y riquísima es también una persona de otra era. En 2005, en una recepción en Buckingham, quiso ser cordial con el ya añoso Eric Clapton y le preguntó: «¿Y usted lleva mucho tiempo tocando?».

Andrew Marr, periodista de la BBC y uno de sus biógrafos, cree que Isabel, una mujer muy religiosa, asumió su reinado como una llamada de Dios para servir a su pueblo. Puede sonar hiperbólica, pero cuatro años antes de ser Reina, a los 21, pronunció en Sudáfrica este sentido voto: «Declaro delante de todos vosotros que toda mi vida, sea larga o corta, estará consagrada a serviros». Ese es su leit motiv, el juramento que la impulsa.

«La Reina trabaja mucho más duro de lo que parece», explica Marr. «Cada día del año, excepto Navidad y algún día de Semana Santa, se sienta con una enorme cantidad de papeles oficiales. Lee los documentos más secretos del Estado británico, los informes de la inteligencia y todo lo demás. En Whitehall la llaman La Lectora Número Uno. Y luego siempre está viajando, por el mundo, pero sobre todo por pequeñas ciudades inglesas: hospitales, escuelas, cuarteles… Y así año tras año».

Llega entonces la pregunta que se haría un republicano: «¿Y para qué sirve todo ese conocimiento acumulado?». Pues para contar con un jefe de Estado con los pies en el suelo. La clave de su papel radica en su momento estelar de la semana, cuando a las seis y media de la tarde recibe al primer ministro —y de Churchill a Cameron ya van doce— para el despacho privado a solas. El visitante actual, Cameron, ha explicado la utilidad de esas sesiones: «Yo acudo a todo tipo de encuentros y todo el rato me preguntan cosas. Pero allí, una vez a la semana, es completamente en privado. Me pregunta qué estoy intentando hacer realmente, por qué he hecho tal cosa. En esas entrevistas puedes pensar en alto junto a alguien que tiene un gran conocimiento no solo de lo que pasa ahora, sino de lo que ha pasado antes».

Isabel II de Inglaterra ha visto mucho y de todo. Cuando ascendió al trono, en 1952, todavía Stalin tiranizaba a Rusia y en Alemania gobernaba Adenauer. El Muro de Berlín no había sido construido y en Inglaterra aún existía cartilla de racionamiento para el azúcar de caña. Aquel año, la llamada «Gran Niebla de Londres» opacó la capital durante cinco días por la combustión de las calefacciones de carbón. El país estaba exhausto por la guerra. Solo el 30% de los hogares británicos disponían de lavadora y el 15% de frigorífico.

Isabel II sufrió en 1979 el salvaje atentado del IRA contra Lord Mountbatten, su primo y preceptor de su primogénito. Ha tenido que darle la mano al exterrorista Martin McGuinness, convertido en político homologable tras los Acuerdos de Viernes Santo de 1998. La Reina ha pasado malos tragos. Ella misma definió 1992 como su «annus horribilis», cuando se separaron sus hijos Carlos y Andrés, se filtró en «The Sun» su discurso navideño y las llamas devoraron su querido castillo de Windsor, que la resguardó durante los momentos más duros del Blitz de Hitler.

La Reina ha sufrido caídas de popularidad acusadas, debido a los culebrones sentimentales picarones de sus hijos y sobre todo por su fría reacción ante la muerte de Diana. Cuando su hijo se casó con ella, la Reina lo celebró en privado con un «es una de los nuestros». Pero la relación se volvió gélida. Se cuenta que cuando la informaron de que había sufrido un accidente en París su primer comentario fue desapegado y doméstico: «¡Pero cómo no había repasado nadie los frenos del coche!». Mientras el pueblo lloraba frente a Buckingham por su Princesa rubia de revista, la adusta soberana no permitió que la bandera ondease en el palacio por estar ella ausente y permaneció en Balmoral. Blair la convenció de volver con urgencia a Londres y de dirigirse al país por televisión para mostrar su dolor «como Reina y como abuela».

Isabel II reflotó desde aquel bache. El Jubileo del 2012 puso su popularidad en órbita y más cuando se permitió el simpatiquísimo gesto de salir de Buckingham rumbo al Estadio Olímpico escoltada por James Bond. Hoy cuenta en las encuestas con un apoyo popular del 63%, frente al 28% de su primer ministro.

Ver los comentarios