Españoles mal retratados: los errores que ocultan los cuadros de Cervantes, Cortés o Agustina de Aragón

A veces son simples confusiones o apaños para personajes que no fueron retratados a lo largo de su vida, aunque, en otras ocasiones, se trata de visiones interesadas de estas figuras históricas

Dibujo de Christoph Weiditz realizado a Hernán Cortés.
César Cervera

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Un popular meme de Internet, adaptado según las circunstancias, confrontan una imagen de un producto cualquiera, en perfecto estado, acompañado del texto «como lo pides en la tienda» frente a otra imagen, en este caso con el producto bastante ajado, a la que le sigue la sentencia «y como te llega...». Y eso, más allá de la broma pueril, es lo que le pasa a gran parte de las representaciones que vinculamos a los personajes de la historia de España . Una cosa son los retratos contemporáneos y otro las interpretaciones posteriores. Cuadros idealizados siglos después, pinturas románticas sin apenas solvencia histórica o retratos que, en verdad, corresponden a otros personajes, ocupan el imaginario colectivo creado en torno a sus figuras. Eso sin mencionar la incapacidad para poner cara a personajes fundamentales como Cervantes o Colón...

A veces son simples confusiones o apaños para personajes que no fueron retratados a lo largo de su vida, aunque, en otras ocasiones, se trata de visiones interesadas de estas figuras históricas . Más blancos, más indígenas o menos feos… el pincel se mueve a gusto del contexto histórico.

La artillera Agustina de Aragón

A la izquierda, cuadro idealizado de Agustina, por Juan Galvéz. A la derecha, miniatura de Agustina con ropa castrense.

Nacida en Barcelona, a pesar de su sobrenombre, Agustina de Aragón se hizo enormemente célebre por su heroísmo en la Guerra de la Independencia (1808-1814) y, en particular por su patriótica hazaña durante el primer sitio de Zaragoza, episodio sobre el que se han tejido obras novelescas y teatrales, zarzuelas y películas. Agustina, que colaboraba en la defensa alentando a los artilleros y sirviéndoles municiones y víveres, viendo especialmente atacada la batería del Portillo tomó el control de uno de los cañones y logró salvar la posición del ataque francés. No fue, ni mucho menos, la última ni la única acción militar en la que participó Agustina, quien a su muerte, en 1857, lo hizo como oficial vivo y efectivo del Ejército.

Las pinturas que representaron a esta heroína popular, como la que le dedicó Juan Galvéz en esas mismas fechas o el grabado de Goya que recoge el asedio a Zaragoza, ofrecen una visión idealizada y frágil de Agustina, muy alejada de la militar profesional y experimentada que llegó a ser. Por supuesto, la documentación de estas obras brilla por su ausencia y se inspiran, solo lejanamente, en la descripción que hizo de ella el General Palafox :

«Joven de veinte o veintidós años, no bonita pero de bella apostura, estatura elevada y de una viveza agradable, un poco morena, de ojos hermosos y de un continente despejado».

En el año 2012, el historiador Luis Sorando descubrió un retrato real en miniatura de Agustina que, según el reverso, posó para el Col Landmann en Gibraltar en 1809. El retrato, una acuarela de reducidas dimensiones, 8 por 6,6 centímetros, y 15,6 por 13,8 centímetros si se añade su enmarcación, es muy poco conocido y muestra a una mujer menuda, de tez pálida y vestimenta estrictamente castrense. Es la mejor representación que existe de ella.

El Rey Enrique IV «El Impotente»

A la izquierda, una representación idealizada de Enrique IV. A la derecha, otra más aproximada a la realidad y realizada en la época.

Desprestigiado por la propaganda al servicio de los futuros Reyes Católicos y ninguneado por muchos nobles, Enrique IV de Castilla fue acusado a lo largo de su vida de homosexual y de instigar con gusto las relaciones extramatrimoniales de su segunda esposa. El objetivo era deslegitimar su reinado y dinamitar los derechos de su única hija. Su mote, «El Impotente», formó parte de esta misma estrategia, así como el resaltar su figura de protector de musulmanes y judíos.

Como explica la doctora María B. López Díez en su monográfico «Aproximación al arte mudéjar en la Corte de Enrique IV», «con Enrique IV se produce un fuerte movimiento a favor de lo musulmán, enarbolado por el propio rey. La impronta islámica salpica los más diversos aspectos de la vida cotidiana, viviéndose una verdadera moda de costumbres y formas a la mora».

El Rey y los grandes señores cercanos a la corte acostumbraban a decorar sus palacios imbuidos de un refinado espíritu oriental y hasta adaptaron una etiqueta a la usanza morisca, como bien describió el noble bohemio el Barón de Rosmithal de Blatna en su Viaje por España. En la relación de este viaje, el barón se muestra visiblemente impresionado al descubrir el esplendor del Alcázar de Segovia y ser recibido por el Rey a la manera mora, sentado entre almohadones y vestido como un príncipe granadino.

Una imagen «oriental» muy alejada de la estampa clásica de un Rey cristiano al uso, con sus ropajes de apariencia circense, su corona reluciente y sus zapatos a lo Robin Hood, como la que muestra el retrato imaginario que le realizó José María Rodríguez de Losada a finales del siglo XIX.

El cuadro hecho por el alemán, con el Rey castellano vestido a lo morisco, es así una de las representaciones más aproximadas y realistas de las que se conservan. Una imagen «oriental» muy alejada de la estampa clásica de un Rey cristiano al uso, con sus ropajes de apariencia circense, su corona reluciente y sus zapatos a lo Robin Hood, como la que muestra el retrato imaginario que le realizó José María Rodríguez de Losada a finales del siglo XIX.

Esa forma de representar a los grandes Reyes de España con un sentido romántico obedeció a la necesidad de poner rostro a personajes medievales de los que apenas había huella visual o documental en lo referido a su apariencia física.

El descubridor Colón

Dónde nació, a qué se dedicó antes de viajar a América o cómo logró hallar la ruta hacia el Nuevo Mundo son algunos de los misterios que, a la vista está, Cristóbal Colón se llevó a la tumba y nunca podremos resolver. Otra de esas incógnitas es la propia apariencia del navegante. Todos los cuadros de su supuesto rostro repartidos por el mundo fueron pintados tras su muerte y a partir de descripciones.

Retrato supuestamente de Colón realizado por Sebastiano Luciani

Estas representaciones, más de 300, la mayoría del siglo XIX, reproducen los rasgos físicos más llamativos del navegante de los que han quedado constancia : los ojos azules, una nariz aguileña y prominente y cabellos rubios entre los que ya despuntaban algunas canas cuando partió hacia América. Las referencias pertenecen en gran medida a su hijo, Hernando Colón, que incluyó estos rasgos en el libro conocido bajo el nombre de «Historia del Almirante» (1530).

La descripción, como en el caso de Cervantes o Cortés, hay que cogerla con pinzas debido a que está hecha al estilo de aquella época y, más que en sus rasgos físicos, se centraba en subrayar su personalidad. Algunos perfiles divergen sobre cuestiones tan básicas como el color de su pelo, que hay quien define como rojo, y, sobre todo, por los dictados políticos que han querido representarle más como un sabio o como un villano según el periodo.

Retrato atribuido a Colón, por Ridolfo Bigordi

Los dos cuadros más famosos sobre el navegante son el del pintor de Sebastiano Luciani y el de Ridolfo Bigordi . Ambos son posteriores a su muerte. El primero de ellos, que se conserva en Metropolitan Museum of Art, en Nueva York, cuenta con una inscripción que lo identifica como «el Colombo de Liguria, el primero en entrar en barco al mundo de las Antípodas de 1519», pero la escritura no es del todo confiable y la fecha de 1519 significa que no pudo haber sido pintada de la vida, ya que Colón murió en 1506. El segundo, un año más tardío, se conserva en el Museo Naval de Génova .

El Inca Garcilaso de la Vega

Quiso ser un escritor guerrero, como su remoto tío Garcilaso de la Vega . Quiso ser un cronista de la verdadera conquista de Perú, donde había participado su padre. Quiso ser el Suetonio de la dinastía inca de su madre. Quiso ser muchas personas en sus 77 años de vida, y lo fue, siendo al final, simplemente, el Inca Garcilaso de la Vega, «el príncipe de los escritores del Nuevo Mundo». Y, sin embargo, el primer escritor que encarnó la tradición americana y la europea nunca tuvo tiempo o ganas de ser retratado. Ni cuadros ni descripciones dejó en vida el escritor mestizo.

El retrato archiconocido del Inca Garcilaso , con frente despejada, porte aristocrático y rasgos exageradamente indios, lo pintó el peruano Francisco González Gamarra tres siglos de la muerte del escritor. El peruano firmó el cuadro tras «la imposibilidad de encontrar un dato iconográfico auténtico», de modo que –como él mismo explicó– «decidí hacer una versión evocativa de Garcilaso escribiendo sus "Comentarios Reales" ». Estudió a fondo su obra y se convenció de que el escritor debía ser así, aunque la falta de datos exactos lo dejó todo en manos de la imaginación.

Retrato del Inca Garcilaso de la Vega, por Francisco González Gamarra

La única representación próxima al siglo XVII que pudo hallar de Garcilaso de la Vega la encontró el pintor en la Biblioteca de la Universidad de Cuzco donde, según el artista, aparecía «Garcilaso de cuerpo entero, con casco y plumas, peluca larga, sosteniendo, con el brazo izquierdo, una rodela y empuñando, con la derecha, el pomo de su espada. Una banda cruza su armadura; las escarcelas sobre un faldellín con encajes; medios pantalones cubiertos con rodilleras y garbines. Es un soldado, medio arcángel, en actitud de combatir».

El pintor anónimo de la Escuela Cuzqueña al que se le atribuye esta obra retrató al escritor mestizo calcando literalmente la imagen tradicional del arcángel San Miguel, como un ángel rubio con rasgos alemanes, lo cual resta valor histórico al cuadro. No en vano, esta pintura que González Gamarra contempló en la Universidad del Cuzco se encuentra hoy en día en paradero desconocido. Se sospecha que fue robado para ser vendido a algún turista y hoy se encuentre en manos de algún coleccionista privado.

El escritor Miguel de Cervantes

A la izquierda, grabado realizado por Salvador Carmona sobre Cervantes. A la derecha, cuadro del escritor pintado supuestamente por Juan de Jáuregui.

Cualquier persona que imagina a Miguel de Cervantes le pone automáticamente el rostro que hoy cuelga en las paredes de la Real Academia de la Lengua. El polémico retrato atribuido a Juan Jáuregui, como el resto de representaciones dedicadas al Manco de Lepanto, parece que no se realizaron en vida del escritor y se basaron realmente en la descripción que hizo Cervantes , a sus 64 años, de sí mismo en el prólogo al lector de sus «Novelas ejemplares» :

«Éste que veis aquí, de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembarazada, de alegres ojos y de nariz corva, aunque bien proporcionada; las barbas de plata, que no ha veinte años que fueron de oro, los bigotes grandes, la boca pequeña, los dientes ni menudos ni crecidos, porque no tiene sino seis, y ésos mal acondicionados y peor puestos, porque no tienen correspondencia los unos con los otros; el cuerpo entre dos estremos, ni grande ni pequeño, la color viva, antes blanca que morena; algo cargado de espaldas y no muy ligero de pies; éste digo que es el rostro del autor de "La Galatea" y de "Don Quijote de la Mancha"...»

Como bien recordó la redactora de ABC Mónica Arrizabalaga en un amplio reportaje , la Real Academia Española lleva desde 1773 buscando un retrato original de Cervantes para poner cara al genio de las letras. En esas fechas las ediciones del Quijote se solían acompañar de un grabado anónimo realizado en Amsterdam a modo de alegoría fechado en 1705 o de otro dibujado por Kent y grabado por Vertue en Londres en 1738.

Sin encontrar más que reproducciones de estos mismos grabados o lienzos de dudosa procedencia, la Academia encargó un dibujo a José del Castillo, que grabó Manuel Salvador Carmona en 1780, convertido en la imagen más representativa de Cervantes hasta principios del siglo XX. Hasta 1911. Ese año la Academia recibió la donación por parte de José Albiol, profesor de la Escuela de Artes y Oficios de Oviedo y afamado restaurador de arte, de un óleo sobre tabla con una inscripción superior que rezaba «Don Miguel de Cervantes Saavedra» y otra inferior con «Juan de Iauregui pinxit, año 1600».

Los expertos en la obra de Cervantes no han dejado desde entonces de discutir sobre la veracidad de este retrato hecho supuestamente por Juan de Jáuregui

Los expertos en la obra de Cervantes no han dejado desde entonces de discutir sobre la veracidad de este retrato hecho supuestamente por Juan de Jáuregui, pintor que fue contemporáneo de Cervantes y al que el escritor se refiere como autor de un retrato suyo. En el prólogo de l as «Novelas ejemplares» escribe:

«Quisiera yo, si fuera posible, lector amantísimo, escusarme de escribir este prólogo, porque no me fue tan bien con el que puse en mi Don Quijote , que quedase con gana de segundar con éste. Desto tiene la culpa algún amigo, de los muchos que en el discurso de mi vida he granjeado, antes con mi condición que con mi ingenio; el cual amigo bien pudiera, como es uso y costumbre, grabarme y esculpirme en la primera hoja deste libro, pues le diera mi retrato el famoso don Juan de Jáuregui, y con esto quedara mi ambición satisfecha, y el deseo de algunos que querrían saber qué rostro y talle tiene quien se atreve a salir con tantas invenciones en la plaza del mundo, a los ojos de las gentes, poniendo debajo del retrato».

Para muchos expertos, sin embargo, el retrato donado a la Academia en 1911 no sería más que un producto fabricado, una falsificación para responder a la referencia sobre el cuadro de Jáuregui . Así lo revelarían errores en la inscripción, entre ellos el uso del «don» para mencionar a Cervantes, cuando en esa época nadie se dirigía de esa manera al escritor, o la fecha del cuadro, 1600, que obligaría a Jáuregui a haberlo pintado cuando era un adolescente.

El conquistador Hernán Cortés

A la izquierda cuadro de Hernán Cortés del siglo XIX. A la derecha, el dibujo realizado por Christoph Weiditz al conquistador en el siglo XVI.

El culmen del proceso de deformación al que la Leyenda Negra ha sometido a Hernán Cortés , considerado en su día el paradigma del bizarro capitán renacentista, está plasmado en el mural del pintor mexicano Diego Rivera . La imagen pintada por Rivera, con el rostro pálido y el cuerpo retorcido, es una de las imágenes del conquistador que más ha calado hoy en día en el público, a pesar de que obviamente se trata de una deformación propagandística para presentar al extremeño como alguien codicioso y obsesionado con el oro. Casi un demonio...

Lo de Rivera es una deformación, pero no es la única. Algunas de las representaciones más populares del conquistador en su juventud son piezas neoclásicas o directamente románticas que idealizan al personaje y solo lejanamente inspiradas en las escasas descripciones que dejó Cortés. Buen ejemplo de ello es el retrato de Hernán Cortés (1813), óleo sobre tabla de Joaquín Cortés , o uno muy parecido que se conserva en el Archivo de Indias de Sevilla, que tampoco corresponde al verdadero perfil histórico del extremeño. Empezando porque la ropa corresponde más a la época de Felipe II que a la de Carlos V .

Detalle del mural «La colonización o la llegada de Hernán Cortés» por Diego Rivera.

Si bien hay varias pinturas verídicas de su vejez, como en la que aparece con armadura y la mano en el casco empenachado (se conserva en México, en el Museo Nacional ), resulta más difícil hallar una representación realizada in situ durante sus años de juventud. De ahí que resulte una rareza el dibujo que en 1529 incluyó el acuarelista alemán Christoph Weiditz , que conoció en persona al extremeño, en «El libro de los trajes» junto al siguiente rótulo: «Don Ferdinando Cordesyus, 1529, a la edad de cuarenta y dos años; él conquistó después todas las Indias para Su Majestad Imperial Carlos Quinto».

Weiditz, además, anotó la siguiente descripción sobre el personaje:

«La frente alta, pero estrecha, hundida en las sienes, el pelo castaño oscuro con reflejos claros, lacio, espeso, cayendo en melena cuidada, con las puntas vueltas hacia adentro. La boca carnosa, muy marcada, la mirada triste y lejana, los ojos hinchados, con el párpado enrojecido, como evocando un águila fiera, la nariz fina, pero muy aguileña, una cicatriz en la mejilla derecha, un mentón poco fuerte, disimulado por una barba nazarena, el cuerpo enjuto».

Como bien recuerda Iván Vélez , experto en la vida del conquistador, la dificultad de reconstruir físicamente la imagen del personaje, más allá de las pinturas disponibles, está en que los textos descriptivos solían ajustar los rasgos físicos con determinadas virtudes. Buen ejemplo de ello es la descripción que realizó Bernal Díaz del Castillo :

«Fue de buena estatura e cuerpo, e bien proporcionado e membrudo, e la color de la cara tiraba algo a cenicienta, e no muy alegre; e si tuviera el rostro más largo, mejor le paresciera; y era en los ojos en el mirar algo amorosos, e por otra parte graves. Las barbas tenía algo prietas e pocas e ralas, e el cabello, que en aquel tiempo se usaba, de la misma manera que las barbas. E tenía el pecho alto y la espalda de buena manera, e era cenceño e de poca barriga y algo estevado, e las piernas e manos bien sacadas».

El secretario Antonio Pérez

A la izquierda, retrato probablemente del Duque de Saboya. A la derecha, cuadro de Antonio Pérez firmado por un pintor del siglo XVIII.

Raro es el artículo, libro o documental que mencione al legendario secretario de Felipe II sin incluir el retrato que supuestamente le hizo el pintor Alonso Sánchez Coello en 1585 o, en su defecto, la copia de este conservada en la Casa Ducal de Medinaceli (Toledo). En las dos versiones, con capa y gorro negros, aparece un individuo sujetando un anillo-sello que le cuelga de una cadena del cuello. Durante muchos años se dio por hecho que el retrato representaba al secretario que tanto se esforzó por ganarse el deshonor de ser uno de los grandes villanos de la historia de España. «Quitaba de los billetes los pares y daba los nones», escribió en una ocasión Gaspar de Quiroga , el Inquisidor general entre 1572 y 1594, sobre la compleja red de mentiras y dobles juegos que mantenía el secretario de Felipe II.

La leyenda negra española, en efecto, le debe muchos párrafos a la pluma del insidioso Pérez, cuyo retrato más popular también es mentira, aunque en este caso, no por culpa suya.

Sin embargo, la historiadora del arte María Kusche defiende en su obra «Retratos y retratadores» (Madrid 2003) que quien aparece en el cuadro es Carlos Manuel, Duque de Saboya, casado en 1585 con la Infanta Catalina Micaela , hija de Felipe II e Isabel de Valois . Según esta historiadora, la prueba más clara está en la tres franjas entrelazadas con las letras del nombre SABOYA que aparecen en una de las mangas del retratado, aparte del gran parecido con las otras representaciones de este noble italiano.

En este sentido, la Biblioteca del Monasterio de San Lorenzo de El Escorial (Madrid) cuenta con el único cuadro que sí está vinculado al cien por cien a Antonio Pérez. Uno anónimo, que algunos atribuyen al pincel de Antonio Ponz, pintor del XVIII, que en la parte inferior del lienzo tiene grabado el nombre del retratado «Antonius Perez» .

El Rey Felipe IV y su clon

A la izquierda, retrato del Infante Carlos, hermano de Felipe IV. A la derecha, el monarca de joven. Ambos de Diego Velázquez.

Una de las pocas cosas en las que Felipe III cumplió con creces sus responsabilidad regias fue en dejar un puñado de descendientes largo en la tierra, lo cual era una gesta en una familia en vías de extinción a consecuencia de los matrimonios endogámicos. En total, el Rey y su prima, la Reina Margarita de Austria-Estiria , tuvieron ocho hijos. El tercero de ellos fue el futuro Felipe IV y el quinto, el segundo varón, fue el Infante Don Carlos , que no llegó a cumplir los 30 años.

El infante es recordado simplemente por el hombre que se parece a Felipe IV en los retratos. Porque de hecho no tuvo grandes aspiraciones vitales y, a pesar de que su hermano estuvo a punto de morir sin descendientes, nunca entró en la lucha por la sucesión.

Fue así como aquel clon de Felipe IV, sin ningún interés por ostentar responsabilidades o cargo alguno, estuvo cerca de reinar en el mayor imperio conocido.

Nacido en 1607, el joven reveló pronto que tenía una inteligencia mínima y un carácter sencillo y afable. El más importante legado que Don Carlos dejó tras de sí fue el retrato que Diego Velázquez le realizó en 1627, donde parece un clon de su hermano pero con una expresión todavía más etérea.

Paradojicamente, en el mismo año que Velázquez retrató al infante, Felipe IV estuvo gravemente enfermo y, sin hijos varones a la vista, la Corona estuvo cerca de ir a parar a Carlos. Además, el único vástago del Monarca que había sobrevivido, la Infanta María Eugenia , había muerto en julio de aquel año y, aunque la reina Isabel de Borbón estaba de nuevo encinta, sus múltiples embarazados malogrados no invitaban a la esperanza. La gravedad de la enfermedad de Felipe IV se plasmó en un extraño testamento real.

Según este documento, Isabel de Borbón quedaría como regente del príncipe que había de nacer, pero, en el caso de que fuera una niña, estaba obligada a casarse en su momento con su tío Carlos. El papel de los dos infantes sería el de consejeros de la reina y el del conde-duque al frente del gobierno «por lo bien que Su Majd. se halla servido dél», a fin de garantizar la continuidad necesaria. Fue así como aquel clon de Felipe IV , sin ningún interés por ostentar responsabilidades o cargo alguno, estuvo cerca de reinar en el mayor imperio conocido.

El Rey finalmente se recuperó y su hermano pasó el resto de su vida, hasta 1632, dormitando en su existencia discreta.

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