Una bretona en el Cabo de Gata

De los húmedos veranos de Bretaña al «delicioso» Mediterráneo y las cenas tardías. Hace 25 años que esta francesa encontró su paraíso en Almería

La socia directora de la agencia de comunicación Nota Bene, con sus hijas ABC

Guillemette Sanz

Soy francesa, de Bretaña. Lo mío eran los veranos en la verde campiña, con botas y chubasquero . ¿El biquini?, los días de suerte, de mucha suerte. Aquellos días en los que una se podía bañar hasta las siete antes de ducharse, ponerse un buen jersey y calcetines de lana para cenar a las ocho. No exagero…

Hace 25 años me trasladé a Madrid. Y un maravilloso 28 de febrero, descubrí el Cabo de Gata, en Almería . Era pleno invierno, pero parecía un verano bretón. Nos gustó tanto que decidimos probar y ese mismo año veraneamos en aquel pueblo blanco perdido en pleno desierto almeriense, frente al mar Mediterráneo .

Mis primeras impresiones no fueron agradables. Llegamos en torno a las dos de la tarde, a pleno sol, un día de calor aplastante y húmedo. Y con un bebé recién nacido. Pensé que comenzaba el peor verano de mi vida: ¿cómo iba a poder aguantar las noches de calor, el sol abrumador, el agua del pozo para bañar a los niños, aquel mar sin mareas…?

Pero la primera tarde en la playa, casi noche para un bretón, la cosa cambió: la temperatura se volvió más dulce, la brisa se levantó y descubrí los baños al atardecer en un mar deliciosamente tibio, en el que uno puede nadar durante horas. ¡Qué gusto! Nos fuimos de la playa a las nueve -¡sacrilegio!- para descubrir lo que esconde esta magnífica palabra: «chi-rin-gui-to». ¡Divino tesoro! Más de 20 años después, todavía me maravilla el tinto de verano al anochecer en el chiringuito. Quizás sea para mí la quintaesencia de lo que más me gusta del verano español.

La mamá de Gaspard

Los días fueron pasando y poco a poco fuimos conociendo gente en esta playa diminuta: pescadores , gente del pueblo, familias con niños, adolescentes dispuestos a jugar con los pequeños… Con esa cordialidad y esa simpatía tan característica de España en general, y Andalucía en particular , todos empezaron a hablar con nosotros, a interesarse por nuestra familia, a jugar con nuestro hijo. Pronto cambiamos de identidad, y pasamos a ser «el papá y la mamá de Gaspard». El pueblo adoptó de inmediato a nuestro hijo de 2 años, que pasaba de chiringuito en chiringuito pidiendo helados y mimos .

Aquel verano fue todo un descubrimiento, y los que siguieron nunca me han defraudado. Ahora tenemos una casa en este maravilloso pueblo , en la que se cena en familia y con amigos a las doce de la noche, por la que pasan los vecinos para cotillear y reírse un rato; en la que, con la gente del pueblo, nos metemos con los «gabachos» invasores. Nuestros hijos ya son mayores y les encanta decir, como sus amigos españoles, que «se van al pueblo» a veranear. Vienen con nosotros al chiringuito, el tinto de verano tiene el mismo sabor y los largos anocheceres de colores dulces y temperatura suave siguen siendo uno de los momentos más mágicos para mí. Desde luego, sigo reivindicando mi lado bretón, pero ¡el verano en el Cabo de Gata tiene un sabor y una magia únicos!

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